Por Lorenzo Córdova Vianello
Premisa conceptual
Las democracias modernas son, por definición, representativas. Desde el siglo XIX, la masificación de las sociedades ha provocado que los mecanismos de democracia directa se volvieran, en el mejor de los casos, complementarios y nunca sustitutivos de los de representación política. El mismo Rousseau, teórico de la democracia directa, reconoció que ésta resultaba imposible en los Estados nacionales y, si acaso, podía practicarse sólo en pequeñas comunidades políticas.
Ahora bien, del modo en que se instrumenta la representación política depende la calidad de una democracia. Si el sistema distorsiona en los órganos representativos (el Congreso, por ejemplo), el reflejo del cuerpo político representado (los votantes), la calidad de esa democracia, inevitablemente disminuye. Por eso, el modo en el que se traducen los votos en escaños en la legislatura resulta crucial.
Y es que el mero fenómeno de la representación en sí no es necesariamente compatible con un sistema democrático o funcional en sí mismo. En realidad ni siquiera es exclusivo a la democracia: incluso en las monarquías absolutas se presenta una representación política cuando el monarca actúa y toma decisiones en nombre o en sustitución de todos aquellos sobre los ejerce su mandato. Para que la representación sea democrática se requiere algo adicional a que haya alguien que toma decisiones por nombre y cuenta de otras personas.
Michelangelo Bovero explica el punto recurriendo al doble significado del término latino repraesentare, que sirve de raíz etimológica del concepto moderno y que designaba, por un lado, el “ponerse en lugar de alguien y actuar en lugar de éste” (situación que ocurre siempre que se presenta el fenómeno de que alguien decida por los demás, con independencia de que estemos en una autocracia o en una democracia), pero que también se refería, por otro lado, a ”ser un espejo, reflejar, reproducir fielmente” a un determinado objeto o sujeto (y eso ocurre sólo bajo ciertas condiciones y circunstancias).1 En ese mismo sentido, Norberto Bobbio señala que “…una democracia es representativa porque, por una parte, cuenta con órganos cuyas decisiones colegiadas son tomadas por los representantes, y también, por la otra, porque refleja mediante esos mismos representantes los diversos grupos de opinión o de interés que se forman en el interior de la sociedad”.2
Así, del modo en el que se produce ese reflejo de la diversidad de una sociedad en sus órganos de representación política depende la calidad de su democracia; si esa representación se distorsiona, aquella disminuye, si es más precisa y ajustada a la realidad, aumenta. En ese sentido, la búsqueda de la máxima proporcionalidad posible constituye un principio democrático fundamental.
Hay un caso ampliamente citado que constituye un buen ejemplo de distorsión de la representación democrática: en las elecciones de 2005 en Reino Unido, el Partido Laborista obtuvo el 35% de los votos, pero el sistema electoral británico (exclusivamente de mayoría relativa) le otorgó el 55% de los escaños en el Parlamento. Esa sobrerrepresentación del 20% significó que un partido que había sido respaldado por 3.5 de cada 10 electores pudiera, por sí solo, legislar, formar un gobierno y tomar todas las decisiones colectivas.
En el otro extremo está el caso alemán. En ese país, que cuenta con un sistema electoral mixto, se apuesta por procurar la máxima proporcionalidad posible, e incluso se reserva un cierto número de diputaciones que son asignadas sólo en caso de que hacerlo sea necesario para garantizar que los escaños asignados a cada partido correspondan exactamente con el porcentaje de votos que recibió.
La introducción de las diputaciones y de senadurías de representación proporcional en México no sólo sirvió para darle espacio en la legislatura a los partidos minoritarios, sino también para compensar por esa vía la sobrerrepresentación que provoca inevitablemente el sistema de mayoría relativa (en el que los votos emitidos por los candidatos perdedores no están representados). En el sistema electoral de México, de hecho, la sobrerrepresentación es considerada tan disruptiva e inconveniente que la Constitución le pone un límite de 8% (que en el futuro debería reducirse a cero).
Los objetivos de estos mecanismos son claros y expresos: en primer lugar, garantizar la representación de la diversidad y del pluralismo que caracteriza a nuestra sociedad y, en segundo, evitar el surgimiento de mayorías artificiales que no corresponden al respaldo social de uno u otro grupo político.
Interpretar la ley
La interpretación de la ley es una de las actividades cotidianas e ineludibles en el ámbito del Derecho. La aplicación de una norma (que, por definición, siempre es abstracta, pues prevé una situación hipotética) a un caso concreto requiere siempre de un cierto grado de interpretación. Es imposible que todas las situaciones específicas sean previstas por las normas y que éstas prescriban el comportamiento querido en cada caso, por lo que las reglas deben interpretarse para ajustarlas a cada circunstancia.
Así, la interpretación normativa es una actividad permanente, pues constituye el vínculo mismo entre el mundo de las reglas y la realidad concreta. Las normas tienen que interpretarse —en mayor o menor medida, dependiendo de cada caso— al momento de aplicarlas.
Existen muchos tipos de interpretación jurídica —literal o gramatical, sistemática, histórica, analógica o extensiva, teleológica, evolutiva, entre otras— y ninguno es necesariamente superior a todos los demás. El escenario ideal sería que la interpretación de una norma se realice recurriendo a varios tipos complementarios de análisis, para así darle mayor congruencia y fortaleza argumentativa al modo en el que una norma es aplicada a una situación determinada. Así, por ejemplo, cuando más allá de la lectura de la mera letra de la ley (lo que dice literalmente) se aducen las razones que el legislador planteó en la exposición de motivos, o bien, cuando se justifica adecuadamente el propósito o el beneficio común que tiene el aplicar la ley en cierto sentido, esa interpretación deviene más robusta, convincente que otras menos sofisticadas. La teoría jurídica contemporánea coincide en que una lectura de la literalidad de la ley no es suficiente para alcanzar una interpretación correcta y completa de una norma, sino que ésta debe ponderarse y enriquecerse con otros tipos de análisis complementarios.
Esto es porque la ley no constituye un mero conjunto de prescripciones sobre qué debe hacerse u ocurrir en determinadas circunstancias (lo que Kant llamaba el “deber ser”). Más bien, las normas tienen un propósito determinado que las justifica y dota de sentido y razonabilidad. Algunos ejemplos del propósito de una u otra ley podrían ser: prevenir la violencia; atemperar o evitar las desigualdades económicas, sociales y culturales; generar mayor inclusión; mejorar la calidad de vida; propiciar una educación de calidad con bases científicas; procurar una competencia política equitativa en las elecciones; tener una representación política que efectivamente refleje de manera equilibrada la pluralidad de una sociedad. Estos fines deben ser valorados y sopesados al interpretar las normas para aplicarlas a los casos específicos de la realidad que la ley busca regular.
La importancia de estas consideraciones queda clara cuando las aplicamos al dilema de la representación política. Una lectura meramente letrista de las normas que rigen la sobrerrepresentación en México —como la que Morena, sus propagandistas e intelectuales han venido contraponiendo a quienes en estas semanas hemos sugerido la necesidad de una interpretación funcional, teleológica, contextual e histórica— es no sólo simplista, sino también errónea. Vale la pena recordar que la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (Legipe) establece que la interpretación de la ley “se hará conforme a los criterios gramatical, sistemático y funcional, atendiendo a lo dispuesto en el último párrafo del artículo 14 de la Constitución”. La misma ley de la materia establece que la lectura letrista del oficialismo es insuficiente y que otros elementos complementarios al texto legal deben ser tomados en cuenta.
El dilema de la sobrerrepresentación
Los cómputos distritales del INE arrojan que, en la elección presidencial de hace un par de meses, Claudia Sheinbaum obtuvo el 59.76% del total de votos emitidos, lo que equivale a 35.9 millones de sufragios. En las elecciones para renovar el Senado, por otro lado, el total de votos que los tres partidos de la coalición oficialista —Morena, el PT y el PVEM— recibieron en conjunto fue de 32.8 millones, equivalentes al 55.18% del total. En las elecciones de diputados federales, finalmente, los sufragios emitidos en favor de los partidos de la coalición gobernante sumaron 32.3 millones, lo que significa el 54.7% del total.
Se trató de una victoria contundente, sin duda. Pero en semanas recientes se ha discutido ampliamente el riesgo de que la coalición gobernante pudiera terminar sobrerrepresentada en la Cámara de Diputados que, a diferencia del Senado, se rige por reglas que limitan el número máximo de legisladores que pueden tener los partidos políticos. El punto central del debate es el modo en el Consejo General del INE tendrá que interpretar la cláusula del artículo 54 de la Constitución que indica que “en ningún caso, un partido político podrá contar con un número de diputados por ambos principios que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. El momento decisivo tendrá lugar este mes de agosto, cuando el Consejo decida cómo asignar los doscientos escaños plurinominales entre los partidos que conservaron el registro.
El desacuerdo es el siguiente: por un lado, hay quienes sostienen que la letra de la Constitución es clara y que el límite de ocho puntos de sobrerrepresentación permitidos debe aplicarse a cada uno de los partidos en particular, con independencia de que hayan participado de manera individual o coaligados con otros en las elecciones. Por otro lado, estamos quienes sostenemos que la manera correcta de interpretar ese artículo es a partir de las razones y objetivos que llevaron al legislador a llevar esa cláusula a nuestra ley fundamental.
Según esta última perspectiva, la aplicación del artículo constitucional que regula la sobrerrepresentación debe tomar en cuenta los siguientes puntos:
a) Junto con la norma que establece que ningún partido podrá tener más de 300 legisladores por ambos principios (es decir: plurinominales y de mayoría relativa), la disposición que establece el tope de 8% fue introducida en 1996 con el propósito, plasmado de forma explícita en la exposición de motivos, de que “toda decisión fundamental para la República que tenga rango constitucional, debe contar invariablemente con el apoyo de legisladores de más de un partido político”. Es decir, la idea central de esa reforma fue que ninguna fuerza política pudiera modificar la Constitución por sí sola. El razonamiento del legislador es claro: dado que las reglas constitucionales son la base de toda la convivencia política, éstas deben ser el resultado de un amplio consenso, en lugar de una imposición de una parte de la sociedad, incluso si esa parte es mayoritaria.
b) Al momento de la reforma de 1996, las coaliciones eran consideradas como un solo partido político para todos los efectos legales relativos al proceso electoral. En esa época, los emblemas de los partidos que formaban una coalición aparecían bajo un único logo en las boletas electorales; cada coalición recibía el tiempo de radio y televisión que le correspondía al partido mayoritario (en lugar de la suma de tiempos que le hubieran correspondido a todos los miembros de la alianza si estos hubieran competido por separado) y presentaba una única lista de candidatos plurinominales. Además, las coaliciones sólo podían tener un representante común (de la coalición) ante los órganos del entonces IFE. Se trataba, en fin, de una especie de fusión temporal de los partidos coaligados que duraba hasta que terminaba el proceso electoral. Si el texto constitucional no hace mención de las coaliciones, esto es porque resultaba innecesario distinguir entre partidos o coaliciones. Basta con recordar que el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), reformado en 1996, establecía con claridad que “a la coalición le serán asignados el número de senadores y diputados por el principio de representación proporcional que le correspondan como si se tratara de un solo partido”.
c) Para permitir que los electores pudieran decidir en favor de qué partido político coaligado debía contabilizarse su voto, la reforma electoral de 2007 estableció que, para todos los efectos salvo la postulación de un mismo candidato, los partidos que formaban una coalición debían ser considerados como fuerzas independientes entre sí. En la práctica, esto significó que sus logos ahora aparecían diferenciados en la boleta; que cada partido tendría sus propios tiempos en radio y televisión; que cada partido presentaría su propia lista de candidaturas de representación proporcional; y que cada uno tendría sus respectivos representantes frente al INE. Sin embargo, esta nueva reforma omitió modificar el texto constitucional para hacer explícito que el límite a la sobrerrepresentación también debía aplicarse a las coaliciones, porque así estaba pensado originalmente y porque antes resultaba innecesario y redundante. Tan es así que, en su momento, la jurisprudencia del Tribunal Electoral señaló expresamente que, para efectos de la sobrerrepresentación, los límites constitucionales aplicaban tanto a los partidos como a las coaliciones.
Entonces, visto en su contexto histórico y tomando en cuenta su intención original, el texto constitucional establece que Morena y sus aliados deberían contar como un solo partido a la hora de asignar escaños plurinominales. Desde unos días después de la jornada electoral, sin embargo, la secretaria de Gobernación ha insistido (de manera indebida porque, constitucionalmente la asignación de las diputaciones de representación proporcional le corresponde al INE) en una interpretación literal de la Constitución que ignora los factores descritos arriba y que, en los hechos, multiplicaría el tope de sobrerrepresentación por el número de partidos coaligados, de tal forma que la alianza del oficialismo podría tener hasta el 24% de sobrerrepresentación y no del 8% que establece la norma. Es con esta lectura simplista de la ley que se pretende justificar que Morena y sus aliados reciban 372 diputaciones, equivalente al 74.4% de la Cámara, a pesar de haber obtenido apenas el 58.41% de los votos efectivos (descontando los votos nulos y los emitidos por los candidatos independientes y por los partidos que perdieron su registro). Esto significaría que el oficialismo tendría una sobrerrepresentación del 16%: el doble del límite constitucional.
Nadie pretende escatimarle a ninguna fuerza política el legítimo triunfo obtenido en las urnas. Lo que se busca, más bien, es evitar que el abuso y las interpretaciones de conveniencia resulten en mayorías artificiales que socaven el carácter democrático que debe tener nuestra representación política. Eso fue lo que ocurrió cuando el Instituto Electoral de Ciudad de México le asignó a Morena más diputaciones de las que le correspondían, violando todas las normas y precedentes existentes. Ganar es legítimo, agandallar no.
Fue por esta razón que en 2021, cuando se votó el procedimiento que el INE debía seguir a la hora de asignar escaños plurinominales, cuatro consejeros insistimos en respetar el criterio original y considerar a las coaliciones como un solo partido. Sin embargo, quienes sosteníamos esta posición quedamos en minoría de votos (tres de nosotros presentamos un voto particular). Es verdad que el criterio que se ha aplicado en las últimas elecciones es la interpretación letrista de la ley, pero es igualmente cierto que las interpretaciones y los precedentes pueden —y a veces deben— modificarse de manera razonada y fundamentada. Este tipo de cambios son comunes: sólo en este año, el INE y el Tribunal Electoral han cambiado muchos precedentes para aligerar ciertas sanciones y así favorecer a algunos partidos (en primer lugar, al partido oficial). Así, no existe ningún impedimento para rescatar el sentido original de la norma e impedir que las coaliciones sigan usándose para cometer un fraude al espíritu de la Constitución.
Letrismo contra letrismo
El argumento letrista del oficialismo, además de incorrecto, es parcial. Quienes lo sostienen pretenden leer el texto constitucional que regula la sobrerrepresentación de manera aislada del resto del artículo que reglamenta la asignación de las diputaciones de representación proporcional. Como ha señalado el jurista Diego Valadés, la interpretación literal de la cláusula en cuestión es incongruente con el resto del Artículo 54, que establece en su fracción I que “un partido político, para obtener el registro de sus listas regionales, deberá acreditar que participa con candidatos a diputados por mayoría relativa en por lo menos doscientos distritos uninominales”. En vista de que todo mundo coincide en que, en el contexto de ese pasaje, debemos leer “partidos y coaliciones” donde dice “partidos”, ¿por qué habríamos de aplicar un criterio infinitamente más literal cuando se trata de interpretar el pasaje que limita la sobrerrepresentación?
La alternativa muestra lo absurdo de la posición del oficialismo. Si hiciéramos una lectura literal de todo el Artículo 54, y no sólo de la cláusula respecto a la sobrerrepresentación, el resultado sería que ninguno de los partidos que participaron coaligados en las elecciones de junio deberían tener derecho a registrar a sus listas de diputaciones de representación proporcional, ni tampoco a participar el reparto de éstas. Esto es porque, en sentido estricto, ninguno de estos partidos presentó candidaturas de mayoría relativa en al menos doscientos distritos electorales salvo como parte de una coalición.
En el caso del oficialismo, la alianza de Morena, PVEM y PT presentó candidatos de coalición en 260 distritos (en los cuarenta restantes, cada partido presentó sus propios candidatos). Según el convenio de coalición, 143 de las 260 candidaturas comunes se registraron como correspondientes a Morena, 41 al PVEM y 46 al PT. Si sumamos las candidaturas que cada partido presentó por su cuenta con las que le corresponden según el convenio de la coalición, Morena habría registrado 183 candidatos, el PVEM 111 y el PT 86. Si aplicamos el criterio literal con el que se pretende evadir el límite a la sobrerrepresentación, el resultado sería que ninguno de estos partidos cumpliría con el mínimo que establece la fracción I del Artículo 54. Dado que lo mismo ocurriría con los partidos de la coalición opositora, el único partido que tendría derecho a que se le asignaran diputaciones de representación proporcional sería Movimiento Ciudadano.
Eso, claro está, sería absurdo. Así, resulta lógico y racional que se interprete el precepto constitucional de tal forma que los partidos o las coaliciones que presenten al menos doscientas candidaturas de mayoría relativa puedan registrar listas de candidatos y tener derecho a diputaciones plurinominales. Y si eso es así, ¿entonces por qué habríamos de aplicar un criterio mucho más literal a otra fracción del mismo artículo constitucional y pretender que el límite de sobrerrepresentación aplica solamente a los partidos de forma individual y no a las coaliciones?
El sentido de una Constitución
De aplicarse de manera literal la fracción V del Artículo 54 constitucional, se estaría produciendo, por primera vez desde que se introdujo ese precepto hace 28 años, una mayoría calificada predeterminada en la Cámara de Diputados en favor de Morena, el PVEM y el PT (partidos que se presentaron coaligados en el 86.6% de los distritos electorales) que le permitiría al oficialismo modificar unilateralmente la Constitución. Esto, de nuevo, iría en contra del propósito expresado en la exposición de motivos de esa norma: que las modificaciones constitucionales requieran del consenso de al menos dos fuerzas políticas.
Hoy que el gobierno pretende modificar radicalmente la Constitución a través del así llamado “Plan C” y valiéndose de una mayoría artificial que no corresponde al respaldo ciudadano que el oficialismo obtuvo en las urnas, vale la pena reivindicar a la Constitución como el punto de encuentro político de la pluralidad que conforma una sociedad. O, si se prefiere, como la expresión de los grandes consensos que sustentan una comunidad política. La Constitución no es sólo una norma jurídica, la de mayor jerarquía, que establece las reglas, valores y principios a los cuales tienen que ajustarse las leyes y la actuación de las autoridades. La Constitución también encarna, por un lado, la idea misma del control del poder, de la prevalencia de las reglas por encima de la voluntad de quien gobierna que define a las democracias constitucionales moderna, y, por otro lado, el acuerdo político fundamental en el que se funda la sociedad y su gobierno.
Veamos brevemente estos tres significados de la Constitución. En primer lugar, la Constitución, en cuanto norma, sirve de punto de referencia para la validez de todas las otras normas y todos los actos de autoridad que existen en un Estado. En efecto, el principio de supremacía constitucional supone que todas las normas jurídicas (ya sean leyes, decretos, reglamentos, acuerdos, resoluciones o sentencias) y todos los actos que realizan las autoridades tienen que realizarse conforme a los procedimientos formales que establece la Constitución, pero también apegándose a los principios, postulados y contenidos de la misma. En caso de que ello no ocurra, esas normas o actos resultan inconstitucionales y pueden ser anulados y desaplicados.
En segundo lugar, la Constitución es la expresión de los límites al poder que pretende y que da sentido al constitucionalismo moderno. Lo anterior queda claro en uno de los documentos más importantes de la modernidad, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que establecía en su Artículo 16 que “una sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”. Los derechos humanos y la división de poderes son los primeros y principales límites al poder del Estado; los primeros porque representan esferas de garantía de las libertades y derechos fundamentales que no pueden ser acotados ni lesionadas indebidamente por los gobiernos; la segunda porque la idea misma de dividir el poder busca impedir su abuso, al garantizar que cada función del Estado vigile, controle y sirva de contrapeso a las otras. En este sentido, la Constitución representa la superioridad del Derecho sobre el poder, pues la voluntad y las decisiones de los gobernantes, invariablemente tendrán que estar subordinadas al derecho que es a la vez el fundamento y límite de su ejercicio.
En tercer lugar, la Constitución encarna un pacto político: expresa las reglas y condiciones básicas en las que se funda la convivencia pacífica de una sociedad. Por eso, los cambios constitucionales requieren de amplios consensos —idealmente acuerdos unánimes, o al menos o muy extendidos e incluyentes— y no sólo de una mera mayoría. De allí que, cuando en 1996 se establecieron los límites a la representación de las mayorías en la Cámara de Diputados, un paso fundamental en nuestro proceso de democratización, se señaló expresamente que el propósito de esos cambios era que las modificaciones constitucionales fueran el resultado de un amplio consenso, y no de la voluntad de una sola fuerza política, porque la Constitución es y debe ser un punto de referencia colectivo en el cual se encuentren identificados todos los puntos de vista relevantes que existen en una sociedad plural y diversa como la nuestra. Pretender que la Constitución refleje sólo los puntos de vista de una mayoría, así sea legítima democráticamente, significa asumir que el país es solo de unos y no la casa común que nos alberga a todos, sin importar nuestras diferencias válidas y legítimas.
El Plan C del presidente Andrés Manuel López Obrador no es sólo un símbolo del “aquí mandamos nosotros y los demás se fastidian”. Es también una negación del sentido de la Constitución como límites al poder y acuerdo político. Por un lado, busca la destrucción de todos los contrapesos institucionales que se han construido durante nuestro proceso de democratización, eliminando a una serie de órganos autónomos que le resultan odiosos y capturando tanto del Poder Judicial como del INE mediante la elección popular de sus jueces y consejeros. Por el otro, reniega del consenso y apuesta por la imposición como lógica del cambio constitucional a través de mayorías artificiales en el Congreso. Se trata de una de las expresiones más claras de la concepción lopezobradorista de la política; una concepción centrada no en el diálogo y en el acuerdo sino en el mero mayoriteo. No es casual que, a lo largo de todo el sexenio, López Obrador nunca se haya reunido con la oposición.
Reivindicar a la Constitución como el punto de encuentro común y demandar que los cambios que se le hagan resulten de una amplia e incluyente discusión pública, de la seria y objetiva ponderación de las consecuencias y de la construcción de acuerdos y consensos colectivos, es una manera más de defender el carácter democrático de nuestra vida política. Eso es lo que está en juego con la decisión de cómo asignarán las diputaciones plurinominales en los próximos días: si se respeta la voluntad ciudadana expresada en las urnas, o si se permite una distorsión de esa voluntad conformando una mayoría espuria que tiene, además, una profunda vocación autoritaria.
1 Bovero, Michelangelo, Una gramática de la democracia, Trotta, Madrid, 2002, p. 63.
2 Bobbio, Norberto, Teoría general de la política, Trotta, Madrid, 2003, p. 494.
Este texto fue presentado en la mesa “Voces contra la sobrerrepresentación” organizada por el Frente Cívico Nacional el 7 de agosto de 2024 y conjunta varios artículos de opinión y video-columnas publicados por el autor en el diario El Universal y en el medio digital Latinus
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Lorenzo Córdova Vianello es Investigador del IIJ-UNAM; Profesor de Teoría de la Constitución y de Derecho Constitucional en @DerechoUNAMmx y miembro del Consejo Directivo de @IFES1987. Fue presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), electo por la Cámara de Diputados para un período de nueve años. Además, durante el periodo del 15 de diciembre de 2011 al 7 de enero de 2014 se desempeñó como consejero electoral del Instituto Federal Electoral, siendo presidente de dicho instituto del 8 de enero al 4 de febrero de 2014. Los puntos de vista expresados no necesariamente son los de EnergiesNet.com.
Nota del Editor: Este artículo fue originalmente publicado en Nexos, el 12 de agosto del 2024. Reproducimos el mismo en beneficio de los lectores. EnergiesNet.com no se hace responsable por los juicios de valor emitidos por sus colaboradores y columnistas de opinión y análisis.
Representación democrática – Blog de la redacción – De la revista Nexos
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energiesnet.com 22 08 2024