A este efecto refiere el visitante Príncipe de Broglie: “Las bellas abren sus celosías, los maridos están pendientes. Los amantes disimulados bajo enormes capas se dedican a la vigilancia. Las citas se dan y se realizan ordinariamente a esa hora y por esta razón, creo yo, la costumbre del rosario se mantendrá para siempre”.
El asunto del carnaval con agua se hizo más serio cuando los muchachos no se conformaban con mojar a las muchachas, sino que las zambullían en las pilas o fuentes de agua. Fue ésta la situación que había preocupado al Obispo Díez Madroñero. No le importaba tanto al estricto prelado que se lanzas en proyectiles de todo tipo; le preocupaban los retozos y juegos de mano y la bailadera del fandango, la zapa, la mochilera y otros ritmos “diabólicos”.
Fue debido a esta “justificada” aprensión que el ilustre prelado sustituyó el baile por rezos y procesiones. Pero como nada es eterno, después de abandonar la ciudad (en 1769) se renovaron los juegos y las juergas con mayor brío. Todo el mundo se entregaba a estos excesos, tanto, que dos siglos después el mismo Libertador jugó carnaval con agua durante su última visita a Caracas en febrero de 1827.
Con catorce años en Caracas (1826- 1840), el diplomático estadounidense John Williamson escribió sobre los carnavales de 1827:
“Todo el mundo, inclusive los sirvientes, se consideran autorizados para bañar al que se les antoja con agua y cáscaras de huevo llenas de agua”, juzgando la costumbre como “propia de niños, aunque en calles y casas la practiquen hombres y mujeres, niños y niñas con la misma vehemencia”.
José Manuel Páez, hijo del General Páez, también criticaba esta y otras costumbres, al señalar que a él no le extrañaba “que el carácter y la moralidad sean tan bajos en un país donde todos los hábitos y costumbres degeneran tanto en la vulgaridad, barbarie y sensualidad”.
Parece que a mediados del siglo empeoró la cuestión, pues hacia 1850 escribía el contundente Pedro Núñez de Cáceres:
“El Carnaval en Caracas es bárbaro. La diversión, más que infantil, perversa, es mojarse y ensuciarse con toda suerte de sustancias desagradables, arrojando azulillo, hollín y papelillo picado. El último día del domingo y lunes, el martes, es espantoso. Se reciben de la ventana jeringazos y totumas de agua que tiran las señoras y las criadas.
Nadie se escapa ni aun suplicando. Los hombres adrede pasan corriendo a caballos para que los mojen. Los muchachos y los jóvenes decentes se mezclan con negritos y vagabundos que empujan y golpean las ventanas, fuerzan las puertas y todo lo atropellan para entrar a las casas, a tirar jeringas y conchas de huevos, ensuciando todo. La ciudad resuena con alaridos que parecen de lejos como borrachos, o como de degüello. Cruzan las calles en cuadrillas de veinte o más, como bandoleros, con vestidos andrajosos y enlodados llevando banderas y ramos, cohetes y sonajas para formar estruendo y batahola. Al agotarse la clara, echan tinas de fregar, todo con tierra y restos de comida. Las aceras y las ventanas quedan sucias y salpicadas. Las señoritas que tocan el piano y cantan arias italianas se comportan como negras zafias”.
A esto agregó:
“Fácil es verlas con el vestido desatado casi hasta el muslo, el rostro deforme de tizne y de pantano, el cabello desgreñado y lleno de fango, y en este estado arremeter a los hombres vociferando como una criada, permitiendo que las abracen y manoseen sin reparo alguno. Por eso nadie las reputará por niñas honestas, sino por verduleras en completa embriaguez. Éstas son las que al día siguiente se sonrojan al saludarlas, y reclaman delicadas actuaciones, como si la víspera no hubieran retozado y ejecutado actos horribles. Después el miércoles con las manos y la cara aún curtidas de pinturas las vemos encaminarse muy devotas y compungidas a la iglesia a tomar hipócritamente cenizas para recordar la muerte de Jesús, y prepararse para los ayunos y penitencias de Cuaresma”.
El primer carnaval propiamente organizado surgió de los deseos del afrancesado General y Presidente Antonio Guzmán Blanco, acerca de la conveniencia de sustituir el bárbaro juego de agua y otros excesos, por un carnaval “civilizado”. La parroquia de Altagracia agarró la seña y tomó la iniciativa de celebrar el primer carnaval “decente” que conoció la ciudad. Esto ocurrió en 1873 y, en los años subsiguientes, las demás parroquias siguieron el ejemplo con desfiles de comparsas, a pie a y a caballo. Ya en 1886 se anunciaba el carnaval en la Parroquia Altagracia con “cohetes, truenos y cámaras”, paseo de carros y juegos de cintas, para lo cual se anunciaba el lugar, la hora y el tipo de ambiente.
Ése fue el “año trece del Carnaval Regenerado”, lo cual sugiere que el relajo carnavalesco se había detenido en 1873, según los deseos civilistas de Guzmán. En esos tiempos se cambió el agua, el azulillo, la harina, el negro-humo y otras substancias nocivas por la colonia, los polvos de arroz, las serpentinas y los confites, las flores y los caramelos. Entonces surgieron los desfiles y carrozas que, a la larga darían lugar a una sana competencia entre las parroquias y sus reinas de carnaval, las cuales tuvieron su última manifestación real en los años cincuenta, durante los carnavales del Nuevo Ideal Nacional de Pérez Jiménez, con desfiles de carrozas y la participación de las parroquias con sus respectivas reinas de carnaval y templetes en los barrios, lo cual siguió por un par décadas.
Los carnavales sociales más sonados aparecieron con Cipriano Castro, quien inventó la Octavita, para prolongar la gozadera. Entonces aumentó la desmedida diversión callejera. Entonces se incrementaron los quioscos y templetes populares donde se instalaban los músicos, los cuales también tocaban en las plazas públicas para el pueblo, que enloquecía con el merengue tramao, que se bailaba rucaneao en los templetes y en ciertos lugares como El Malabar (donde Castro se iba a bailar con Luisa Porra “La Porrita” y el Molino Rojo, que sustituyó al viejo “Mercadito” de los tiempos de Crespo.
Ubicado en la Calle de los Siete Pecados de San Juan, en El Mercadito de San Pablo, que venía funcionando desde el segundo gobierno de Crespo (1892-98) y donde después funcionó el más respetable Molino Rojo, eran frecuentes las riñas con veras, navajas y cuchillos. En este sentido, las autoridades ya tenían la experiencia del carnaval de 1901, cuando se armó una trifulca que arrojó un saldo de tres muertos y doce heridos, sin contar las gemas, armas, abanicos y hasta prendas íntimas esparcidas por el suelo.
El hecho ocurrió cuando un tal “Chivito”, luego identificado como Polidoro Castillo, que llevaba horas libando y bailando en el carnaval de ese año en el fulano Mercadito, echó dos tiros al aire y procedió a marcarle las espaldas a varios disfraces con una filosa navaja de barbero, con la cual cortó a dos inocentes y aterrorizados ciudadanos, que huyeron despavoridos del lugar, donde quedó prendida una batalla campal. Lo curioso del caso es que “Chivito” quedó libre.
a eran tiempos de Castro y el populacho se dedicaba a la juerga, tal como lo hacía el propio presidente; pero, éste, a su estilo.
Amigo de la farra —contaba el cronista Lucas Manzano <<<<— un lunes del carnaval de 1900 se le ocurrió a Carlos Estrada montar un baile gratis para mujeres de la mala vida, en su negocio llamado La Bandera Verde. Las chicas de bares como El caracol, Pitimalla, La Lagunita y Las Piecesitas se presentaron y bailaban joropo escobillao y merengue rucaneo cuando Luis Benítez, alias Car’e Perro, entró del brazo, muy orondo, con Anita la torera. Guapo como era, bailando con ganas de provocar bronca, Car’e Perro pisó por tres veces consecutivas a Pedro Medina, Pata de Catre, y se prendió el bululú. Navajas barberas cortaron las cuerdas del arpa y a las lámparas de kerosene que alumbraban el salón le cayeron a palos. El balance fue que un pariente del torero Cigarrón recibió una puñalada mortal que le propinó Cara ’e Perro, mientras que a Pata ‘e Catre le cortaron la cara. A Anita la torera la sacaron en volandillas, desgarrada la bata abotonada con realitos que lucía esa noche.
Hacia 1900, en la Caracas decente, alejada de los suburbios, con vida entre la Plaza Bolívar y la Candelaria, se levantaban tarimas que eran adornadas con guirnaldas, flores y bambalinas. Algunas fungían de tribunas, pero en los sectores populares servían para colocar a los músicos. Las primeras gradualmente evolucionaron hacia elaboradas y artísticas armazones que imitaban diferentes motivos, de modo que en los años veinte se construyó una pequeña réplica de la Torre Eiffel con cada una de las cuatro patas descansando sobre la esquina de Puente Yanes, y un espacio de cuatro metros debajo del arco.
La competencia era un inmenso velero que se montó en la antigua Plaza López (la hoy desaparecida Plaza España) con todos los detalles en madera, velas y mecates. Escribió Luis Eizaguirre sobre los carnavales de 1902: “En los días de carnaval, la Plaza Bolívar era una locura musical. El Dios Momo no se daba tregua en animar a sus súbditos. Había muchas buenas mozas campesinas, de las parroquias foráneas, que lucían crinejas bien trenzadas adornadas en los extremos con cintas de vivos colores que parecían mariposas. Bailaban cerrados joropos con patiquines. Las recias plantas de los pies de las muchachas aldeanas calzados con alpargatas adornadas con mota de algodón, golpeaban el mosaico con tal ritmo, que la armonía con la música era absoluta. De aquí para allá, por todas partes, se movían alegremente los disfraces más extravagantes compitiendo en ganarse el premio para el mejor disfraz ofrecido por el Gobernador. Ya para la madrugada, la Plaza Bolívar se iba quedando sola. Todos llevaban el contento de una noche locamente feliz bailando joropo sabroso”.
Los joropos los tocaba la Banda Marcial de Distrito Federal, dirigida por el violinista y clarinetista Francisco de Paula Magdaleno (1852-1910), quien fue sucedido por su asistente Pedro Elías Gutiérrez en 1903. Los bailes se iniciaban con Espiga de oro y cerraban con Adiós, a Ocumare, hasta que el maestro Gutiérrez lo hacía con su Alma llanera, que causó furor desde su estreno en 1914.
Desde 1910, año del Centenario, venían de Norteamérica turistas a disfrutar el carnaval. Pero los desfiles tuvieron su verdadero apogeo cuando, empleando la novedosa mezcla inventada por MacAdam, se pavimentaron las principales calles de Caracas.
Esto ocurrió en 1912, que fue cuando se popularizó el grito de “¡Aquí es! ¡Aquí es!”, para llamar la atención a quienes lanzaban golosinas desde los adornados coches y carrozas. En más de una oportunidad, algunos norteamericanos atendieron a ese llamado y les obsequiaron morocotas a algunas bellas muchachas que les gritaban desde sus ventanas. En esos años se decía que “carnaval sin los Sosa, no es carnaval”. Eran éstos dos hermanos comerciantes que cerraban su negocio para dedicarse por entero a los festejos carnavalescos, cuando se paseaban en un lujoso carruaje trajeados de impecable blanco, repartiendo flores, bombones y frascos de perfume entre las damas. Para ese entonces, los desfiles de carrozas, los bailes, las comparsas y los concursos de disfraces cobraron tal importancia y realce, que ya en los años veinte las páginas sociales elogiaban profusamente todas estas manifestaciones de alegría y buen gusto. Simultáneamente, en 1918 comenzó a notarse un vertiginoso descenso en los carnavales metropolitanos, cuyo refinamiento, elegancia y alegría quedó circunscrita a las fiestas particulares, mientras que el jaleo del carnaval popular florecía en las calles.
Los bailes de sociedad en los carnavales de los primeros lustros del siglo veinte eran suntuosos y se celebraban en casi todas las casas de personas de cierto relieve social. La música estaba a cargo de orquestas de seis o siete músicos que tocaban foxtrots, pasodobles, tangos, charlestons y “son cubano”, los cuales sustituyeron a las más antiguas danzas de 1900 y pico —las consabidas cuadrillas, lanceros, polcas y valses—. Entonces se abrían los bailes con Espigas de oro y se cerraban con Adiós, a Ocumare. No había bailes de carnaval en los clubes sociales pues todos se celebraban en los hogares de caché.
Cuando ya entraban en calor los bailes de carnaval en los clubes, no faltaban incidentes que empañaran alguna que otra noche de máscaras, movimiento y alegría.
En 1949 tocaba el famosísimo Xavier Cugat con su gran orquesta internacional, en un baile de gala en el Club Venezuela. Mientras que la famosa Norma Calderón cantaba Mama eu quero, tanto el maestro como el cantante Johnny López oyeron “clarito” cuando el hijo de un socio del club dijo, en voz alta, que la rumbera cantante tenía “un tronco de rabo”, lo cual originó una lamentable
incidente. Cugat llamó incivilizados a los venezolanos y abandonó el escenario. El alboroto alcanzó niveles de trifulca cuando Alberto Díaz, Presidente de la Corte Federal y de Casación, le replicó: “¡Más incivilizado será su madre!”.
En 1921 se pusieron de moda los “bailes de máscaras” en el Olimpia, donde se bailaba el fox y el “one” (one-step), que se decía estaba cargado “de abrazo grosero”. A cada una de las fiestas de sociedad, que comenzaban antes de carnaval y que podían ser no menos de diez, había que ir con un disfraz diferente.
El primer salto hacia la democratización del atuendo ya lo habían dado, en la segunda década del siglo, algunos viajeros de sociedad que introdujeron el disfraz de Pierrot y Pierrettes (rojo y negro) y de Dominó (blanco con lunares) y las máscaras, los cuales se filtraron hacia la clase media al lado de los muy populares atuendos de disfraces de Arlequín, de Colombina y de Odalisca, con lo que comenzaba la tradicional transgresión a las normas sociales que el anonimato le ha conferido a los disfraces durante el carnaval.
Casi todos estos trajes eran de origen francés —inicialmente importados de la ville lumière—, siendo los de “marquesa” y María Antonieta los más destacados. Como una broma y para pasar desapercibidas, por esos tiempos también inventaron el de mamarracho, un amorfo popurrí de prendas de vestir viejas con el que las muchachas de diversos estratos, y hasta familias enteras, se presentaban en las fiestas de los vecinos. Como era muy difícil adivinar de quién se trataba, se puso de moda el refrán: “Bailo con vieja y guardo el secreto”. También había grupos que salían en comparsas inspiradas en los más variados motivos, como la llamada Versallesca, que debutó en el nuevo Hotel Majestic en 1931.
De estos tiempos escribe Guillermo José Schael: “Había familias que ofrecían espontáneamente sus casas y así, desde un mes antes, ya se estaban celebrando en Caracas los grandes bailes. Al llegar a las casas, irreconocibles, gritaban con voz fingida: “A que no me conoces?”. Este grito de batalla lo asumieron como suyo las audaces “negritas” que luego aparecieron en los modernos bailes carnavalescos.
Cuando existía cierta división de lo social y lo frívolo, aparecieron estos originales disfraces, que desaparecieron con los nuevos tiempos y la píldora anticonceptiva, por lo que las mujeres comenzaron a hacer todo el año lo que antes solo hacían en una escapada de carnaval, el cual también desapareció.
El desinhibidor disfraz de negrita surgió como resultado de los nuevos tiempos de apertura democrática y social que se vivía, lo cual permitía ciertas liberalidades (o liviandades). El peculiar disfraz evitaba que las mujeres con ánimo de divertirse pagaran el precio de ser tildadas de “ligeras” o “vagabundas”. Como éstas no eran escasas, la censura social podía ser muy dura, según lo atestigua una alegre pieza, pre-negritas, de 1937, titulada Noches de carnaval:
Comparsas jacarandosas/de mujeres sin pudor/con blancos senos desnudos/cual
flores de tentación/Mirad, aquella morena/que al cruzar sus piernas lindas/muestra la
piel de canela/más arriba de sus ligas./Diablesas cautivadoras/con su clásico
antifaz/que van brindando en sus risas/todo su encanto infernal./Mirad, la de ojos
felinos/ por el vino enardecida/que en su exceso de locura/muestra sus formas lascivas.
Coro: Todas son alucinadas/que entre copas de champán/siguen su impúdica
juerga/la noche de carnaval.
Si con meros antifaces ya había críticas, vestidas de negritas era el acabose. La idea detrás de este disfraz, en particular, y no el de rumbera (que no hubiese permitido cubrir el cuerpo completo ni taparse la cara pues las rumberas no secubrían el rostro), probablemente se debía a que conéste se asumía tanto la moral más laxa o o unaconducta más liberal, como la pimienta y elatrevimiento de las negritas de verdad-verdad. A medida que el número de negritas iba aumentando cada año, el original disfraz lo iban adaptando a la moda de los tiempos.
En la posguerra, cuando se levantaron las restricciones al nylon, impuestas por la Segunda Guerra Mundial, las provocativas negritas
aparecieron casi todas vestidas con tentadoras medias y una corta falda; luego vinieron las mallas largas de bailarina sobre la cual también se ponían una brevísima falda con el consabido delantalito de “sirvienta de adentro”, que nunca fue abandonado de un todo. En los años cincuenta y pico, cuando todavía no existía la Lycra, las negritas adoptaron un ceñido mono de lana negro que cubrían con un diminuto bikini y una blusa, sin suprimir los sensuales tacones altos que habían usado desde un comienzo. El rostro se lo tapaban con una careta de tela negra —tipo pasamontañas —, que tenía el borde de los boquetes de la boca y los ojos pintados de rojo y blanco. Nada dejaban al descubierto pues usaban guantes y una peluca de cabello negro rizado. El uso de este particular disfraz tenía curiosas reminiscencias atávicas que se remitían a la Colonia, cuando una vez al año los amos del Valle cedían sus puestos a los esclavos, de quienes adoptaban su vestimenta y apariencia para servirlos a ellos en la cocina. Si ésta era una forma de expiar algún sentimiento de culpa,la simulación buscada por las “negritas” carnavaleras obedecía más a la conveniencia del anonimato, que a una subconsciente emulación histórica.
Así disfrazadas, las mujeres de diferentes rangos salían a bailar y hacer lo que no se atrevían —o no podían— hacer en condiciones normales. Si bien las había de todos los tipos, las más audaces o lanzadas actuaban sin ningún tipo de inhibición ni recato, aunque no faltaban las “mosquitas muertas” que se soltaban el moño por completo. Las ubicuas negritas solían andar en cambote, pero también había comparsas completas que iban ingenuamente disfrazadas de piñata o de piratas, sin que nunca faltaran algunas que traslucieran su verdadera condición, al aparecerse ataviadas de dominadoras vaqueras, luciendo unos tentadores shorts o minifaldas, botas altas, revólver al cincho, sombrero tejano sobre una exuberante melena y un puntiagudo antifaz cubriéndoles el rostro.
Si su desenfado atuendo las delataba como unas soberanas “bandidas” prestas a “buscar pelea”, hubo algunas más audaces que llegaron al extremo de salir con un sobretodo, antifaz y tacones sin nada abajo. Entraban a un lugar, mostraban su
escultural cuerpo por un par de segundos y desaparecían sin dejar rastro, dejando a quienes dicen haberlas visto, totalmente anonadados. La misma centelleante operación la repetían en varios lugares, hasta que se creó el mito. Echarle el guante a uno de estos fugaces y misteriosos “relámpagos” constituía la máxima aspiración de los buscadores de tesoros femeninos durante el carnaval.
El balance final es que las traviesas negritas fueron el símbolo y la alegría de unos pintorescos carnavales que ya no volverán, si bien quedan los anecdóticos recuerdos de algunos trastornos y problemas que causaron o que provocaron. El primer problema que siempre se presentó —y de muy difícil solución— fue la facilidad que tenían algunos “caballeros” para hacerse pasar por damas. En tiempos de Gómez, Antonio Danau, apodado “El encanto de un vals”, fue a dar a la cárcel junto con un émulo suyo llamado “La Condesa Negra”, por disfrazarse de mujer. Cuando Pedro García, el temible Comandante de la Policía, le explicó la razón, “El encanto”, a quien no le faltaba inventiva, le preguntó, en su habitual tono afectado, que quién había dictado la prohibición.
“La orden la dio el Dr. José María Cárdenas, Presidente de la Junta de Carnaval”, respondió molesto el Coronel.
“¿Ah sí? —replicó el mariposo, tomando pose—. Entonces él no podría disfrazarse de lo que a él le gusta.
La historia pintoresca de los carnavales está repleta de incidentes similares, aunque de otro tenor, pues son muchos los chascos que algunos se llevaron por echarse su escapada y ser cazados con las manos en la masa. Por ejemplo, ocurría que algún atrevido marido bailara con una esquiva y atractiva “negrita”, en quien ponía en práctica sus viejos trucos de redomado seductor, sin saber que se trataba de su propia esposa, a quien no solo apurruñaba sino que también la besaba y la sobaba, proponiendo irse juntos a un hotel (después, un “motel” como el de Boleíta, que se decía que era de Paula Bellini, amante de Espartaco Santoni).
La identidad de la esposa la descubría el asombrado marido. Al llegar “la hora de la verdad”, en esos preclimáticos momentos, la excusa más común esgrimida por el esposo atrapado, solía ser un descabellado alegato, nacido de la desesperación (con algo de cinismo): “Pero, mi amor… ¡si todo el tiempo yo sabía que eras tú!”.
La más increíble anécdota tuvo lugar hacia 1965. La esposa contrató a un detective para que vigilara a su marido, quien siempre se le escapaba con otras. Al mostrarle la evidencia, incontrastable de una fotografía suya con una negrita, en un carnaval en el Tamanaco (la foto se la pagó el detective al Chiclayano, donde tocaba Tito Puente), su excusa fue: “Mi vida, ¿a quién le vas a creer tú más? ¿A mí o a la foto!”.
Por Eleazar Lopez C. /eleazarlopezc9@gmail.com / 12 02 2021
EnergiesNet 16 / 02 / 2021