Por Alfonso Flores Bermúdez, Anatoly Kurmanaev y Yubelka Mendoza
MATAGALPA, Nicaragua — Fue la voz crítica más destacada en Nicaragua, utilizando su púlpito para denunciar la detención de opositores por parte del gobierno y la supresión de los derechos cívicos. Pero, la semana pasada, el gobierno vino por él.
El obispo Rolando Álvarez fue detenido luego de que la policía allanó su residencia y lo puso bajo arresto domiciliario. Ocho de sus colaboradores están en la cárcel.
El impactante arresto del obispo Álvarez el viernes, el sacerdote de mayor rango que ha sido detenido en América Latina por opiniones políticas en décadas, fue la medida más reciente y más agresiva del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, contra la Iglesia católica. Hasta ahora, era la única institución que había escapado a su control tras 15 años de gobierno ininterrumpido.
El año pasado, Ortega, de 76 años, comenzó a purgar a los pocos disidentes que quedaban en la política, la sociedad civil, los medios de comunicación, la academia, los negocios y la cultura, y las iglesias católicas de esta nación centroamericana profundamente religiosa asumieron un papel cada vez más importante. Más que fuentes de consuelo espiritual, se convirtieron en los únicos lugares del país donde los ciudadanos podían decir lo que pensaban y escuchar a oradores que no eran designados por el Estado.
El gobierno de Ortega, que ya era autoritario, derivó en una represión sistemática el año pasado, cuando quedó claro que carecía del respaldo popular para ganar otro mandato en las elecciones generales celebradas en noviembre. Para retener el poder, convirtió al país en un Estado de partido único, encarcelando a todos los candidatos presidenciales de la oposición y tomando medidas para silenciar a todas las voces disidentes.
Ahora, que el último clérigo influyente ha sido silenciado, Nicaragua ha alcanzado un hito, según activistas de derechos humanos, exfuncionarios y sacerdotes: cimentar su posición como estado totalitario.
“Están terminando, liquidando, el último actor social importante en Nicaragua”, dijo Vilma Núñez, activista de derechos humanos nicaragüense y una de las pocas críticas al gobierno que quedan en el país. “Es jaque mate contra la democraci
Las entrevistas con sacerdotes, trabajadores de la iglesia y feligreses en toda Nicaragua muestran que el arresto del obispo Álvarez fue solo uno de los diversos ataques de la campaña de meses que el gobierno ha implementado para desmantelar el alcance de la Iglesia en el país.
La policía arrestó a otros siete sacerdotes desde junio por cargos que van desde abuso infantil hasta alteración del orden público. Ninguno ha sido condenado. Otro párroco provincial, Uriel Vallejos, pasó a la clandestinidad después de que la policía allanó la estación de radio de su parroquia y rodeó su residencia durante varios días a principios de este mes.
La estación de radio administrada por el padre Vallejos se encontraba entre la decena de canales de radio y televisión católicos que fueron cerrados por el gobierno este año, privando a Nicaragua de los últimos medios de comunicación independientes en el país.
En julio, el gobierno ilegalizó la orden misionera fundada por la Madre Teresa y expulsó del país a las 18 monjas de la orden sin explicación alguna. Su exilio siguió a la expulsión en marzo del enviado del Vaticano a Nicaragua, el arzobispo Waldemar Stanislaw Sommertag.
La ola de arrestos y expulsiones hizo que el papa Francisco tuviera que hacer una rara referencia a la represión en Nicaragua el domingo.
“Quisiera expresar mi convicción y mi deseo de que por medio de un diálogo abierto y sincero se pueden todavía encontrar la bases para una convivencia respetuosa y pacífica”, dijo después de una oración pública en el Vaticano.
Los clérigos y misioneros que se han quedado en el país han sido sometidos a una campaña de miedo. En el último mes, las autoridades prohibieron que la iglesia realice procesiones religiosas en las calles, impidieron que algunos sacerdotes oficiaran misas, colocaron patrullas policiales frente a las casas parroquiales y llamaron a los sacerdotes para interrogarlos.
El martes surgieron más tensiones, cuando la diócesis provincial de Estelí, al norte de Nicaragua, emitió una crítica feroz sobre Ortega, acusando a su gobierno de promover el odio y asesinar a manifestantes pacíficos.
“Ustedes son los que crean la zozobra y el desorden en este país”, decía el comunicado publicado por los clérigos de Estelí. “Nosotros predicamos que sí es posible ser hermanos aunque seamos diferentes”.
Varios sacerdotes le dijeron a The New York Times que agentes de seguridad encubiertos y paramilitares progubernamentales habían estado monitoreando sus misas y fotografiando a los asistentes.
“Hay toda una permanente presencia amenazante ahí”, dijo Miguel Mántica, párroco católico en Managua, la capital de Nicaragua, refiriéndose a los servicios religiosos de su iglesia.
La represión ha tenido un efecto escalofriante en un país donde el gobierno ha encarcelado a casi 200 políticos, empresarios, líderes estudiantiles, activistas sociales y periodistas durante el último año.
Las bancas de la iglesia que antes estaban abarrotadas se han vaciado porque los feligreses se quedan en sus casas por temor a que los agentes del gobierno los clasifiquen como disidentes. Los sacerdotes que hablaban abiertamente se han callado.
El sacerdote de más alto rango de Nicaragua, el cardenal Leopoldo Brenes, y el máximo órgano de la iglesia en el país, la Conferencia Episcopal de Nicaragua, no respondieron a las solicitudes de comentarios.
La desmoralización fue evidente este mes durante la celebración de Nuestra Señora de Fátima, una importante festividad católica. Lo que alguna vez fue una vasta procesión de miles de personas, fue remplazada por una caminata sombría de unos 400 clérigos y feligreses alrededor de los terrenos de la catedral de la capital, luego de que el gobierno prohibiera usar las calles.
Los asistentes dijeron que la represión no había afectado la fe del pueblo nicaragüense, pero reconocieron que el miedo había impedido que muchos se unieran a la celebración.
“Sabemos que es un ataque en contra de la iglesia, no solo católica, sino de todas las voces que se levanten y se solidaricen con el pueblo”, dijo Inés Pérez, una católica de 60 años que vino a celebrar a Nuestra Señora de Fátima desde la cercana ciudad de Masaya. “Aún en el encierro podemos expresarnos, podemos demostrar nuestra fe. No nos van a doblegar”.
La represión contra la iglesia ha tenido un efecto más fuerte en las áreas rurales remotas de Nicaragua, donde la misa, en muchos casos, se ha convertido en el último foro social disponible para las comunidades locales.
“La iglesia es la única que puede cambiar algo en el país”, dijo Carlos Bolaños, un agricultor en la ciudad norteña de Waslala, señalando el alcance global de la iglesia y su papel en el derrocamiento del comunismo en Europa del Este.
Casi nueve de cada 10 nicaragüenses se identifican como cristianos, según la última encuesta disponible de Latinobarómetro. Aunque el catolicismo en Nicaragua, como en otras partes de la región, ha ido perdiendo terreno constantemente frente a las iglesias evangélicas, sigue siendo la religión más grande del país, según muestra la encuesta.
Bolaños dijo que durante los últimos siete años había caminado con un sacerdote local para ayudar a oficiar una misa informal los fines de semana en comunidades remotas que carecían de iglesia. Dijo que al llegar a los caseríos, la conversación por lo general gira inmediatamente hacia la política.
“Todas las instituciones ya son del gobierno”, dijo. “La gente quiere saber lo que realmente está pasando en el país”.
La magnitud de la represión religiosa en Nicaragua ha traído recuerdos de los peores años de las guerras civiles centroamericanas de la década de 1980, cuando decenas de sacerdotes y monjas en los cercanos El Salvador y Guatemala fueron asesinados por fuerzas de seguridad del Estado y paramilitares aliados por denunciar las dictaduras.
En Nicaragua, el desmantelamiento sistemático de las instituciones católicas significa el final de los esfuerzos de Ortega para convertir al clero en un instrumento del movimiento socialista que ha llegado a encarnar, el sandinismo.
Durante la lucha armada contra el dictador de derecha Anastasio Somoza en la década de 1970, los guerrilleros sandinistas recibieron un apoyo poco probable de un grupo progresista de sacerdotes católicos que defendían a los pobres y denunciaban la opresión.
Después de tomar el poder en 1979, los sandinistas purgaron a los clérigos reaccionarios aliados con Somoza, pero intentaron canalizar la devoción religiosa del pueblo nicaragüense hacia objetivos revolucionarios, dijo Humberto Belli, un ex alto funcionario sandinista que se separó de Ortega.
“El gobierno promovió la idea de que ser cristiano es ser revolucionario”, dijo.
La alianza con sectores de la iglesia terminó en gran medida en 2018, cuando una ola de protestas nacionales provocó la muerte de más de 300 manifestantes a manos de las fuerzas de seguridad y paramilitares. Muchos sacerdotes abrieron sus iglesias a los manifestantes que buscaban refugio y denunciaron la violencia en sus sermones.
Las manifestaciones mostraron el poder de la iglesia para legitimar las protestas sociales, dijo Belli.
Ahora que ya no puede cooptar a los líderes de la iglesia, Ortega parece haber decidido erradicar la práctica cristiana independiente para completar su control total de la nación, dijo.
“El cristianismo significa subordinación a un ser fuera de la revolución”, dijo Belli. “Este gobierno no puede tolerar eso”.
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Alfonso Flores Bermúdez informó desde Matagalpa, Nicaragua, Anatoly Kurmanaev desde la Ciudad de Guatemala y Yubelka Mendoza desde Ciudad de México. Elisabetta Povoledo contribuyó con este reportaje desde Roma.
nytimes.com 23 08 2022