El incipiente casco urbano de la Caracas colonial, estaba completamente rodeado de extensas tierras cultivadas, grandes haciendas que se extendían desde Antímano y La Vega, pasando por Chacao hasta Petare y Baruta. En los primeros tiempos de la ciudad solo había callejuelas de tierra alrededor de la plaza principal, que fue el terreno escogido por Diego de Losada para fundar Santiago de León de Caracas en 1567. Le correspondió a Diego de Osorio (1589-1597) empedrar las primeras calles, que hasta entonces era tierra dura y amarilla, llenas aquí y allá de “pelo de indio”, guarataras y malas hierbas.
Ya existentes algunas plazas, en los años guzmancistas de 1872 a 1877 se construyeron los primeros bulevares o alamedas con que contó la ciudad, empedrados con lajas azules. El empedrado era lo más común para cubrir la tierra apisonada, pues permitía que las aguas corrieran. Por ese motivo, y para facilitar el tráfico de carretas, el Presidente Carlos Soublette inauguró la primera carretera de Caracas al litoral, el 14 de enero de 1845. De la nueva vía se venía hablando desde el siglo 18, con la idea de sustituir a las antiguas trochas que solo podían ser transitadas por mulas o bestias de carga, debido a lo angosto de las vías. En 1794 se realizó un proyecto con planos y costos, que el Rey desechó, hasta que finalmente fue concretado por la República. Ello permitió el servicio de coches ofrecidos por la nueva empresa de transporte, creada para tal efecto por Manuel Delfino, con el nombre de Omnibús Venezolano, con ocho diligencias tiradas por cinco caballos cada una. La ruta contemplaba escalas en Guaracarumbo y Curucutí y, de su sede, situada entre las esquinas de Pedrera y Bolsa, salían los inmensos coches a las 5:30 de la mañana, cada día, bajo la coordinación del jefe de los cocheros, quien era un popular personaje llamado “Bartolín”.
Después de las mejoras guzmancistas, con sus paseos alrededor del Capitolio, la ciudad hubo de esperar a el desarrollo urbanístico para que aparecieran las primeras calles que permitieran el uso de carruajes y, por supuesto, el patinaje que ha sido tradición de la Navidad por más de un siglo en Caracas.
Después de una larga historia de guerras y revoluciones, en 1910 el país se sentía estabilizado, con Castro fuera y Gómez mandando, sin que nadie sospechara que vendrían años de férrea dictadura. En ese preciso año, un Ford al contado costaba 4 mil 600 bolívares, que era una fortuna; pero los niños esperaban cosas más sencillas en Navidad, para lo cual metían en un zapato una carta al niño Jesús pidiéndole un caballo, una escopeta o patines. En Caracas no fue posible patinar, al menos en forma más o menos generalizada, sino hasta mucho después de 1910, que fue cuando se pavimentaron sus principales calles con la novedosa mezcla de MacAdam. Mientras pisoneaban la tierra, antes de echar la mezcla, los aburridos obreros cantaban: Échale macán/échale pisón/yo no tomo brandy/pero tomo ron. De allí proviene la metafórica frase que, para expresar fastidio o para reclamar insistencia y fastidio, se decía: ¿Vas a seguir con ese macán? Al principio, el patinaje en Caracas era un deporte exclusivo de gente bien, porque eso no podía hacerse en calles de tierra, empedradas o de adoquines.
A partir de 1920, en las Navidades era moda que las niñas de sociedad fueran a patinar a Los Caobos, cuyos frondosos árboles habían sido sembrados por José A. Mosquera en el siglo 19. Pero, antes de hacerlo en Los Caobos, se patinaba en la Plaza de la Misericordia, lo cual era un signo de distinción y modernidad. A eso se le llamaba patinata y los patines tenían ruedas de madera, pues fue sino muchos años después cuando aparecieron los flamantes patines Kingston. Entonces, al igual que el método de improvisación para armar sus patinetas con madera y ruedas de patín, los pobres se valían de rústicas “planchas” corredizas con ruedas, obtenidos de patines viejos, que sujetaban con un amasijo de guaral y trozos de cuero.
Aunque ya eso quedó para el recuerdo, en los cincuenta hubo chapaletas Rondine, bicicletas Benotto y motonetas Vespa, pero, en el siglo diecinueve, hubo patines italianos de una o de varias marcas. No se ha podido detectar cuál era su uso, ya que no se sabe con exactitud si era para el deporte —si bien debió serlo—; pero el caso es que, hacia finales de ese siglo, tal vez hacia algo después de 1880, cuando era necesario escapar de prisa perseguido por el “inglés” (después fue por un “turco”, que era libanés, pero que era llamado así porque su pasaporte lo expedían las autoridades turcas, que entonces dominaban el Líbano), se decía:
“¡Tuviera yo patines italianos!”.
Esos primeros patines que llegaron a Caracas eran una especie de cesta en alambre de acero, muy funcional y elegante en la que el pie iba acuñado; las ruedas eran de madera. Finalmente, estos patines del siglo 19 pasaron a la historia y los que los sustituyeron, siguieron siendo famosos hasta la Segunda Guerra Mundial. En esos años, antes de su final, como las malas lenguas hablaban de que los soldados italianos huían de las batallas, se decía que calzaban patines italianos, decir que era tan común que, un tiempo anterior a 1945, Últimas Noticias reportaba el retiro de los alemanes, diciendo:
Y los Nazis quisieran ya tener/italianos patines para correr.
El cuerpo del patín era una plancha de metal corrediza, para alargarla o acortarla a la talla del pie, al cual se fijaba con unos ganchos que se ajustaban con una llave. Todo el patín era de metal y se amarraba a la pantorrila con cintas de cuero. Esos patines de planchas y cuatro ruedas, se transformaron en cómodos botines con tacón, adheridos al patín. Luego de cien años de popularidad, desaparecieron en 1995, al ser substituidos por los patines lineales, como los de hielo.
En medio de una gasa de neblina, en las plazas se expendían café tinto hirviente que quitaba el frío navideño y unas dulzonas arepitas abombadas de anís que se freían en anafres, las cuales también podían ve rse en las afueras de las iglesias donde, a partir del 16 de diciembre, se celebraban las misas de aguinaldo. En esos años, las travesuras de los muchachos patinadores no pasaban de robarse la leche y el pan, dejados en las ventanas de las casas por los panaderos portugueses, quienes se movilizaban en motos con un carrito a su lado.
Cuando los pudientes iban a pasear a El Paraíso <<<<, lo cual hacían desde un poco antes de 1900, en 1905 comenzó la Panadería Ramella, a preparar un pan sobado, el cual hacían con masa de cerveza y trozos de Jamón York. Poco después, elaborado por otras panaderías caraqueñas como la famosa de Solís, de Enrique Banchs, se le añadió al relleno aceitunas y pasas.
Al “pan de jamón” se le sumaron otros elementos importados que vendrían a aparecer en esa época del año, como lo han sido el arbolito, los regalos y las desaparecidas cestas ricamente surtidas que obsequiaban las empresas, que incluían turrones, jamones (Ferris), licores y, por supuesto, el infaltable Ponche Crema, el cual se remonta a 1903, pero nunca hallacas.
Antaño, la hallaca se comía todo el año, pero su alto costo la relegó a las fiestas de Navidad. De los fogones más humildes, cuando apenas era un tamal con algunos ingredientes de relleno de gallina o de cerdo, pobremente sazonados, la hallaca caraqueña tomó vuelo en las casas de los mantuanos, que fue donde adquirió su conocida y aplaudida suculencia, al tiempo que una versión más modesta pasaba a los restaurantes populares. En su mejor expresión de alta cocina, ya con toques dulces y salados, saltó a esos restaurantes y hasta apareció una hallaca de pavo. Si bien éstas ya no se estilan, hacia 1850 eran el pavo horneado y el jamón, dignos de las mejores ocasiones. Desde entonces se identifica al apetecible pavo con la mesa navideña. Por eso, en los años veinte y treinta no faltaba el pavo en la Cena de Navidad.
Job Pim escribió que un guasón llamado Sanojo, que había sido invitado a una fiesta el veinticuatro, merodeaba por la sala de la casa, buscando un pasapalo que no se veía por ningún lado. Muerto de hambre, el tercio se coló detrás de las damas, a quienes habían hecho pasar al comedor donde se exhibía un hermoso pavo dorado, pequeño pero tentador. Como quien no quiere la cosa, tomó un plato y se colocó al acecho de una eventual lonja; pero el dueño de la casa lo llamó aparte y le dijo, en voz baja:
“Disculpe, caballero, pero ese pavo es para las mujeres”.
Ante esa observación, Sanojo le susurró en un tono confidencial:
“¿Y cuándo traen el pavo de los hombres?”.
En la Colonia se comía el económico arroz con pollo en Navidad, el cual fue progresivamente suplantado por la hallaca, las lonjas de cochino y la ensalada de gallina, con los que suelen acompañarse. En el ínterin, el jamón horneado, que no llevaba piña, tan sólo azúcar acaramelada y clavo, era un plato que adornaba las mejores mesas todo el año. Lo mismo ocurría con el pavo horneado, que era un lujo; pero la mesa guzmancista aceptó a ambos como platos decembrinos, y, tardíamente, a la hallaca.
En u lenta evolución, hasta convertirse en la perla del reconocido mestizaje culinario criollo, lo cual realmente ocurrió bien entrada la segunda mitad del siglo 19, la hallaca adquirió sabores insospechados, al añadírsele a la masa y a los aliños el aceite y el vino, que no escasearon a partir de la llegada de los vascos en 1730, y que solo estaban al alcance de los ricos, como algunos de sus otros ingredientes. Entonces su gusto también se vio reforzado por el punzante sabor proporcionado al guiso por las aceitunas, las alcaparras y las pasas que, al igual que nueces y avellanas, que también suponían un lujo, traían en cuñetes y barriles todos los navíos de la Guipuzcoana. Pero no siempre el guiso era hecho de ese modo.
Entre 1843 y 1851, cuando casi todos los platos caraqueños nadaban en ajo y manteca, de lo cual se quejaron los nobles franceses que visitaron Caracas en 1783, el Consejero Miguel María Lisboa solo halló hallacas de carne y pasas; para colmo, por su parte, hacia mediados del siglo 19 el vociferante Pedro Núñez de Cáceres, quien detectó tomate en ellas, señalaba que en Caracas se vendían hallacas hechas con ¡carne de perro!
La presencia vasca en Venezuela en el siglo 18, que fue una etapa en la cual floreció la agricultura y hubo bonanza económica y sofisticación social, favoreció a la cocina mantuana, que fue la que logró esa maravillosa combinación del guiso, la masa y los adornos que, unidos a la sazón generada y atrapada por la hoja de plátano, producen su particular sabor. Esa hallaca, que es la caraqueña, salió por lo tanto de las casas de los mantuanos, quienes podían costear tan costosos ingredientes, y no de los humildes fogones, al menos en esos primeros tiempos de su configuración definitiva, pues hacer una hallaca era costoso y escapaba del bolsillo de los humildes, lo cual fue razón suficiente para ese plato fuera relegado para la Navidad únicamente.
El poeta llanero Francisco Lazo Martí <<<< —que fue el primero en hacerlo— la llamó “multisápida”; José Gil Fourtoul la catalogó de “ciudadana hallaca”, mientras que el verbo clásico-barroco de Juan Vicente González la halló “de heliotrópica fragancia” y Nicolet Bolet Peraza, “imponderable”. Mario Briceño Iragorry señaló que la hallaca es la expresión del barroquismo culinario tropical y, para Luis Beltrán Guerrero, viene después de la Bandera, el Escudo y el Himno Nacional, y luego, del Alma llanera, como símbolo de la unión nacional que fue lo que exactamente se propuso en 1936, al demoler La Rotunda, a la par de echar los grillos al mar, y construir la Plaza de la Concordia.
En las Navidades de 1910, el gobierno permitió que los botiquines abrieran el 24 y el 31. El comercio ofrecía nacimientos y arbolitos de Navidad, que eventualmente suplantarían a lo que el pueblo llamaba “pesebre”, mientras que las panaderías vendían el pan sabroso de jamón en precios que oscilaban entre 1 y 5 bolívares.
En 1930, el Hotel Miramar de Macuto anunciaba una Cena de Año Nuevo en 10 bolívares por persona (este lujosísimo hotel había sido inaugurado con bombos y platillos en 1928). Diez años después, con la inflación, en La Taberna del Hotel Majestic una Cena de Navidad, con música de Los Ases del Fox, costaba Bs. 17,50; pero, todavía en 1930, un nacimiento completo no pasaba de Bs. 12, a la vez que un Jamón Ferry costaba cinco bolívares.
En 1950, cuando la cosa no había variado mucho, el Capri, un elegante night club en la urbanización Altamira, ofrecía su cena de fin de año por 20 bolívares el cubierto.
Pero la queja vernácula de esos lejanos años de 1910, era que seguía proliferando la invasión de comidas y golosinas extranjeras, mientras que la tradicional hallaca iba quedando relegada a los hogares humildes. En el caso de los pudientes, éstos ni siquiera se quedaban en sus casas sino que sus cenas de Nochebuena y Fin de Año las celebraban en elegantes posadas y restaurantes que anunciaban sus condumios en la prensa, los cuales incluían turrones españoles y pudines ingleses, sin que la humilde hallaca apareciera por ningún lado. Esas ofertas de prensa de los restaurantes incluían: Plum Pudding, Lime Juice, Ginebra Old Tom, Güisqui White Label; y de las tiendas y comercios más importantes, peras, uvas y manzanas, embutidos, jamón serrano, champagne Veuve Clicquot y similares… Nada criollo.
No obstante, algunas mesas caraqueñas disfrutaban, sobre todo los domingos, de condumios autóctonos como el hervido de gallina, las hallacas, el pabellón y los dulces en almíbar, especialmente de higos, duraznos y lechosa, si bien en tiempos anteriores la mesa navideña le daba preferencia a los jamones glaseados y al pavo; pero los aguinaldos eran los mismos. Desde esos tiempos, que se remontaban a costumbres que venían de muy atrás, abundaban los sempiternos sablistas, listos a pedir “prestado” o a que le brindaran su “palito”, y más en Navidad M además de que también habían los eternos pedigüeños que, invariablemente, exigían “su” aguinaldo, como si eso fuese un derecho adquirido. Entonces se cantaban cosas como: Dame mi aguinaldo/aunque sea un poquito/una vaca gorda/con su becerrito. Ese aguinaldo llegó hasta nuestros días y adquirió una letra bastante “pasada” que, para horror suyo y de ciertos feligreses, escuchó cantar el conocidísimo Padre (luego Monseñor) Francisco Hernández, Párroco de la Iglesia de San José. Ocurrió que un diciembre, tal vez de 1950 y pico, andaban unos borrachos emparrandados que, armados de sus correspondientes instrumentos, se presentaron a la Casa Parroquial, a cantar sus aguinaldos.
El Padre Hernández <<<<, que era un hombre muy estricto —pero condescendiente, al punto que jugaba beisbol con los muchachos—, los recibió con cierta aprehensión.
Todo marchaba muy bien, cuando, repentinamente y a viva voz, el cantante soltó:
Dame mi aguinaldo/no seas tan maluca/yo no quiero hallaca /lo que quiero es xxxx.
Las beatas se persignaron y algunos emitieron una risa sorda. Alguien se desplazó para buscar a la policía en la Jefatura, que quedaba enfrente de la iglesia; pero eso no fue necesario porque el Padre Hernández, por su estatura apodado “Platanote” y quien no mascaba, se apareció esgrimiendo un bate en las manos y, sin aceptar ninguna excusa, les gritó a los borrachos:
“¿Ustedes saben cómo es la vaina? ¡Agarren su furruco y su tambor y se me van todos pa’l carajo!”.
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Eleazar Lopez C. (eleazarlopezc9@gmail.com ) Productor musical, periodista vocacional y estudioso de nuestra historia musical. Economista (USA, 1962) Nieto mayor del expresidente ELC. Fue Presidente de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (SACVEN); Editor para Latinoamérica de la revista “Billboard” y creador de “Billboard Latino”. Presidente de la Fundación Orquesta Filarmónica de Caracas. Creador del famoso Juan Sebastián Bar y otras empresas. Presidente de Onda Nueva C.A., empresa organizadora de tres Festivales Mundiales de Onda Nueva (1971, 1972 y 1973). Co-fundador del Circulo Musical (y co-editor de su Colección “Caracas 400 años”, contentivos de su ensayo “30 Años de Música Caraqueña” (1937-1967) Comentarista de discos en las contraportadas de innumerables LPs para El Palacio de la Música y RCA Víctor y columnista de las más importantes publicaciones venezolanas y extranjeras. Co-fundador del Instituto Vicente Emilio Sojo. Es autor de los libros: “Consejos de un lobo enamorado” (1973), “Historia de la música popular en Caracas” (2007), “Modos, Modas y Modales (Su camino al éxito)”, “Estampas musicales de Caracas” y “Mosaico de la Musica Caribeña” (2011). EnergiesNet.com no se hace responsable por los juicios de valor emitidos por sus colaboradores y columnistas de opinión y análisis.
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energiesnet.com 11 21 2022