Los carnavales caraqueños se remontan a tiempos de la Colonia, cuando de la celebración religiosa (con los diablosdanzantes), pasaron a lo popular y,a la larga, se convirtieron en lo que el escritor Ramón Díaz Sánchez llamó“tumultos soeces” y “atropellos”.
Con el crecimiento de la ciudad aumentó la guachafita, que halló su máxima expresión en ese ambiente de carnaval, que daba rienda suelta a las inhibiciones personales y de clase, lo cual tomó fuerza en el siglo 18. Un ejemplo lo hallamos en 1714, año cuando fue extrañado del país el gobernador Cañas Merino, abusador de oficio, quien era dado a jugar carnaval, al punto que, en un lunes o martes de excesos carnavalescos, en un enfrentamiento de agua con algunos vecinos, ellos a pie y él, a caballo, raptó a una muchacha, para llevarla al río (Guaire) y no exactamente para bañarla.
Dado que en enero de 1719 se decretaron fiestas para celebrar la creación del Virreinato de la Nueva Granada, esto dio lugar a que en el sonado carnaval del 27, 28 y 29 de ese mes, salieran a la calle los pardos, enmascarados, para participar de la diversión colectiva. El “jolgorio” popular incluía alegres marchas que pasaban por el frente de las casas iluminadas, donde la gente ingenuamente se asomaba a la ventana para ver pasar los “desfiles” de caretas y faroles, mientras que algunos del bajo pueblo, apipados de licor, aprovechaban para darse a sus habituales desenfrenos, que ya incluían la tradicional mojadera, que finalmente degeneró en el lanzamiento de sustancias ofensivas.
El carnaval “social” (con arroz y confites) lo instauró el Intendente Don José de Ábalos, que fue producto de la estratificación de las
costumbres, por castas, quedando los esclavos y los pobres libres para jugar el carnaval a su manera, pero sólo entre ellos.
Mientras el tolerante Intendente se mantuvo en el cargo, el carnaval adquirió un alto perfil de refinamiento en sociedad; pero apenas se marchó (en 1783), los retozones caraqueños volvieron a sus andanzas, por lo que nadie en la calle se salvaba de ser mojado (porque ya existían pilas de agua) o atacado con las más diversas substancias, lo cual había prohibido el Obispo Díez Madroñero, especie de Savoranola local quien, a partir de 1756, había convertido a Caracas en un convento, dándole a sus calles nombres de santos y sometiendo a los caraqueños a interminables ceremonias religiosas.
Esa Caracas conventual la tornó Ábalos en festejos; pero la guachafita era intramuros y recatada; pero había rochela… Antes de su partida, en los carnavales febrero de 1783 hubo fiestas de alto copete, que presenciaron miembros de la nobleza francesa que se hallaban en Caracas.En las reminiscencias de estos nobles, cada uno alude a memorables fiestas, y a una en particular, celebrada en la casa de las nueve Aristigüieta (de Gradillas a Sociedad) y, otra, en la casona del propio Intendente Ábalos. En todas ellas se jugó carnaval lanzando bombones de anís.
El viajero Louis-Alexandre Berthier detalla: “La costumbre juguetona en sociedad, particularmente en los bailes, es lanzar dulces de anís a la cara, cabellos y pechos de las mujeres, cuyos vestidos están muy escotados. Las que reciben más dulces son invariablemente las más bonitas.
sto provoca la envidia y celos de las otras, quienes toman este jueguito muy seriamente. Hasta los curas lo juegan. Yo vi a dos monjes, quienes almorzaron conmigo en la casa del Intendente, llevar esta broma hasta la indecencia”.
Durante esos mismos carnavales, en una gran cena celebrada en casa del Tesorero General (don José de Fidaondo), se le fue la mano a un monje, quien le pegó una almendra en la nariz al Duque de Laval (entonces Marqués). Éste contraatacó lanzándole una inmensa naranja y no fue hecho preso porque los franceses estaban respaldados por el respaldo que tenía de los buques de la armada francesa anclada en Puerto Cabello (que planeaban arrebatarle Jamaica a los ingleses, en una operación conjunta con la armada española). Estos viajeros observaron que, desde entonces (1783), y en ciertas casas de alcurnia, las damas y caballeros, niños y niñas, jóvenes y viejos, ya salían a la calle a mezclarse con el populacho y atacarse con una “metralla” de confites.
Por otro lado, desde los tiempos de la Caracas conventual del Obispo Díaz Madroñero (1754-1769), se celebraba un carnaval religioso, en el cual tenían lugar procesiones llamadas “rosario”. De esa herencia del beatífico Obispo Díez Madroñero, aparecía un
número considerable de músicos, los cuales acompañaban la procesión de un santo, que tenía lugar al salir de alguna comedia o de un baile de carnaval. Al santo lo precedían innumerables linternas de diferentes formas, llevadas en lo alto de un largo palo, según descripción del Caballero de Coriolis. Después de las frecuentes paradas y rezos que hacían en las esquinas, donde confluían otras procesiones similares, pero rivales, que venían de otras partes (las cuales, al toparse podían terminar en enormes tánganas), al mezclarse una con la otra, hasta conformar una sola, podían contarse unas mil quinientas linternas y docenas de guitarras. En ese punto, venía un sermón que daba un cura, quien se subía sobre un banco “para declamar y lanzar fuego y llamas contra los bajos placeres de este mundo”.
Estos “bajos placeres” podían aludir indirectamente a las liberalidades amorosas que los mismos sacerdotes se tomaban con las damas a todos los niveles de la sociedad; pero principalmente se referían a las citas que secretamente se daban los amantes durante las “inocentes” procesiones que eran vestigio de los carnavales religiosos del Obispo Díez Madroñero.
(Parte I)
Por Eleazar Lopez C. /eleazarlopezc9@gmail.com / 12 02 2021
EnergiesNet 15 / 02 / 2021