Estudiar la pobreza nunca ha sido un proyecto meramente científico, sino también político y moral. Los criterios con los que se diseñan los programas para enfrentarla involucran nociones sobre las personas que vale la pena poner a discusión.
Lo más terrible de la pobreza, constataba Simmel, es ser pobre y nada más que pobre, es decir, que la sociedad no pueda definirte más que por el hecho de ser pobre.
Serge Paugam, Las formas elementales de la pobreza
La mayor parte de lo que nombramos no se ve. Observamos gestos cariñosos, pero no vemos el amor; atestiguamos actos de subordinación o pleitesía, pero no vemos el poder; presenciamos una escena de despojo o destitución, pero no podemos ver, lo que se dice ver, la injusticia. El amor, el poder o la injusticia no son objetos, animados o inanimados, que podamos apreciar a través de la experiencia sensorial, sino que aprendemos a reconocerlos porque tenemos una idea construida de su existencia, de su apariencia e incluso de su vivencia. Estas ideas, burdas o refinadas, rígidas o plásticas, son convenciones que preceden nuestra experiencia directa del mundo y tienen la función de dotar de definición y contenido a los fenómenos complejos.
El uso de estas prenociones para aprehender la realidad es propio de legos y expertos. Pero una diferencia entre ambos es que los segundos tienen la obligación de vigilar constantemente la posición desde la que describen y comprenden la realidad, advirtiendo que la imposibilidad de desarrollar una visión total de las cosas, una que abarque todas sus manifestaciones en el tiempo y el espacio, produce sesgos, omisiones y errores que tienen consecuencias y deben hacerse explícitos. Todo curso de metodología que valga la pena tomar debe empezar por hacer esta distinción entre la realidad y las formas de hacerla observable, comprensible e incluso mensurable a través de los conceptos. Sin embargo, aunque parezca obvia, esta diferencia se olvida con frecuencia, llevándonos a creer que la definición de una cosa es la cosa y no lo que es en verdad: un recorte de la realidad que hemos seleccionado para explicarla e intervenirla, pero cuya delimitación no solo no es total, sino que puede dejar fuera otras descripciones.
La pobreza es un fenómeno que ha tenido en el centro estas preocupaciones epistemológicas y metodológicas desde el inicio de su historia como un “problema social”. Dada la gravedad de sus implicaciones sobre la vida individual y colectiva, aproximarse a una definición que permita asirla, caracterizarla cualitativa y cuantitativamente, identificarla en personas y territorios y operar en sus procesos de causalidad, es fundamental. Sin embargo, es ampliamente reconocido que este proyecto nunca ha sido meramente científico, sino también político y moral. La forma de entender la pobreza, de nombrarla y señalarla donde se crea que existe, refleja la visión de una sociedad sobre los estándares de vida que le parecen inadecuados o insuficientes, según las circunstancias del contexto. La pobreza o, en este caso, la idea de la pobreza expresa los límites de lo que se considera aceptable, las fronteras de lo que se concibe como una experiencia humana digna, vivible. Estas nociones involucran criterios no solo técnicos, sino también éticos que con frecuencia son utilizados para valorar tanto las condiciones de existencia de las personas como a las personas mismas.
En este texto reviso brevemente algunas definiciones de la pobreza, invitando a la reflexión sobre sus implicaciones, tanto en la representación del fenómeno y de sus soluciones como de los sujetos en pobreza o susceptibles a ella. Para ello, recurro tanto a los argumentos elaborados desde perspectivas económicas como sociológicas, dos disciplinas que se han ocupado profusamente de la materia, pero con diferencias en sus procesos, relaciones y actores.
Dilemas clásicos en torno a la definición e identificación de la pobreza
En la evolución de las ideas sobre la pobreza existen dilemas que se han mantenido como tensiones de fondo y que coexisten apretadamente con el imperativo moral que implica su atención inmediata. Una de ellas es la amplitud de dimensiones o privaciones que pueden caracterizar un estado de pobreza: ¿se trata de un estado de privación estrictamente económica o incluye otras formas de participación en la sociedad?, ¿debe constreñirse a aspectos objetivos –económicos, materiales– o incorporar también elementos de la experiencia subjetiva de las personas –episodios de vergüenza, humillación o indignidad?, ¿es mejor que su definición incluya únicamente los aspectos en los que el Estado puede intervenir o debe incorporar dimensiones que atañan a otros actores sociales, como el mercado o las comunidades?
La manera de responder a estas preguntas entraña nociones de lo que se entiende por desarrollo o bienestar en contextos específicos, de lo que se considera una vida no solo soportable, sino valiosa y preferible, y de lo que se acepta o tolera como un estado mínimo irreductible a partir del cual se considera que existe la pobreza. De cómo se resuelvan estas interrogantes también se desprende la comprensión sobre lo que limita las oportunidades de las personas para acceder a vidas aceptables, lo que se requiere para trascender dichos constreñimientos e, incluso, en quién descansa la responsabilidad de garantizar niveles de vida satisfactorios.
Esta discusión ha implicado reflexiones profundas y sostenidas sobre la naturaleza, la relevancia y la transformación de las necesidades humanas, sobre su multiplicidad e interrelaciones, su universalidad o especificidad contextual, su carácter absoluto o relativo, sobre las formas no solo viables sino legítimas de satisfacerlas –comer desperdicios de la basura puede ser una salida al hambre, pero ciertamente no es una alternativa socialmente validada– y sobre cómo la intensidad de su privación puede ser considerada o no como una situación de pobreza.
Algunos de los trabajos más célebres en torno al estudio de las necesidades humanas y su relación con la pobreza analizan las primeras desde perspectivas que se centran en aquellas que deben ser satisfechas para realizar actividades productivas y reproductivas –como los estudios de Joseph Rowntree a principios del siglo XX–. Otros –por ejemplo, los famosos estudios de Maslow, los desarrollos de Len Doyal e Ian Gough o las reflexiones de David Wiggins– incluyen un conjunto de requerimientos que se consideran igualmente básicos para que las personas no solo sobrevivan fisiológicamente y (se re)produzcan, sino también para que se vinculen con otros sujetos y desarrollen sentido de pertenencia, protección y autorrealización.
En todo caso, como señalan Doyal y Gough, lo grave de la insatisfacción de las necesidades es el daño que pueden provocar, entendiendo el daño como el perjuicio derivado de la incapacidad de obtener lo que se considera bueno o virtuoso en un contexto específico y que es, a la postre, lo que distinguiría a una necesidad de meros deseos.
Cuántas necesidades insatisfechas y de qué tipo constituyen un escenario de privación que pueda identificarse como pobreza es una discusión vigente que generalmente termina por resolverse introduciendo dimensiones, indicadores y umbrales.
En la medida en que la experiencia humana es sumamente compleja y los ámbitos para su desarrollo pleno son múltiples, las definiciones de la pobreza han tendido a alejarse gradualmente de conceptualizaciones unidimensionales, típicamente centradas en los recursos económicos y, más específicamente, en el ingreso. Aunque este sigue siendo un aspecto central de la subsistencia en sociedades basadas en economías de mercado en las que gran parte de los satisfactores son mercancías, ha ido ganando terreno el reconocimiento de otras dimensiones que hacen explícitas las privaciones de oportunidades vitales que pueden estar obstaculizadas no solo por factores relacionados con la escasez de dinero, sino también con la capacidad de las instituciones para garantizar derechos económicos y sociales.
El recorrido de una visión unidimensional y predominantemente económica a otra multidimensional y abierta a elementos de la vida social y subjetiva de las personas es un camino pavimentado, entre otros, por trabajos seminales como los de Peter Townsend o Amartya Sen, en los que reexaminan –cada uno desde enfoques diferentes– el papel de la privación en la vida de las personas, pensadas no solo como individuos sino como sujetos situados en contextos sociohistóricos y culturales específicos. A estos autores debemos uno de los debates más relevantes –y por momentos acalorado– sobre el carácter absoluto o relativo de las necesidades y su insatisfacción. Mientras Sen advierte que la pobreza es una noción absoluta que denota la privación de necesidades esenciales y universales que, sin embargo, admiten satisfactores relativos a cada contexto,
Townsend considera que incluso las necesidades más básicas son relativas a las circunstancias específicas.
El debate sobre la naturaleza relativa o absoluta de la pobreza y la definición de las necesidades como hechos objetivos o constructos sociales es absolutamente fundamental. Si la pobreza se reduce a privaciones económicas, se deja en manos del mercado la satisfacción de las necesidades; sin embargo, aunque es útil, tratar de mejorar la posición de las personas frente al mercado no basta, en particular porque se trata de un actor que sigue reglas que escapan al conocimiento y el control de las y los ciudadanos comunes y sus intereses están comprometidos con la acumulación de riqueza, no con el bienestar de la población.
De ahí la relevancia de que las conceptualizaciones de la pobreza incluyan en su definición otras dimensiones que evidencien las privaciones que los sujetos experimentan para participar en la sociedad de otras maneras que no sean el consumo. En este sentido, el caso de México en materia de definición y medición de la pobreza resulta interesante. Desde 2008 la medición oficial de la pobreza adoptó un enfoque multidimensional que implicó pasar del cálculo de líneas de pobreza por ingresos a una medición que, sin dejar de lado la dimensión económica, incluye un conjunto de aspectos relevantes para el desarrollo social, como el acceso a educación, salud, alimentación, seguridad social y vivienda.
El tránsito de una definición a otra y el cambio en sus correspondientes metodologías fueron el resultado de un acuerdo materializado en la Ley General de Desarrollo Social de 2004, que reconoce en cada una de estas dimensiones derechos sociales cuyo ejercicio debe estar garantizado por el Estado. Esto implica que, para todo efecto práctico, la pobreza constituye una violación de derechos humanos. La metodología desarrollada bajo estas premisas considera que una persona está en pobreza cuando sus ingresos son insuficientes para adquirir canastas básicas alimentarias y no alimentarias y, además, experimenta privaciones en alguna de las otras dimensiones consideradas.
Con estas definiciones el país ha podido dar cuenta de un estancamiento notable de la pobreza (de 44% de la población en 2008 a 41.9% en 2018 y 43.9% en 2020) que inicia con la crisis económica de 2008 y no ha logrado recuperarse hasta la fecha. La pobreza extrema, en cambio, muestra una reducción apenas más notoria (de 11% en 2008 a 7.4% en 2018 y 8.5% en 2020) que obedece más a la reducción de las carencias sociales –especialmente en el ámbito de la salud, medido a través de la afiliación a los servicios y programas del sector– que a mejorías en el componente del ingreso.
Entre las ventajas de este enfoque destacan la posibilidad de trascender una visión centrada en el ingreso, identificar qué espacios del desarrollo se encuentran más rezagados, orientar las demandas públicas hacia las instancias encargadas de cada ámbito y diseñar una planeación integrada del bienestar. La metodología también ha recibido críticas, como la decisión de definir la pobreza a partir del criterio de intersección entre lo económico con lo social y no de unión, es decir, que considere en pobreza a toda persona que experimente privaciones en un espacio o el otro; la selección de los umbrales minimalistas para identificar privaciones tanto en cada dimensión como a nivel global; o la ausencia de dimensiones consideradas igualmente relevantes: el tiempo, el medio ambiente o aspectos relativos a la dinámica laboral.
Más aún, aunque no es un defecto del desarrollo metodológico, también se puede cuestionar que su uso para el diseño e instrumentación de intervenciones públicas equipare concepto, medición y población objetivo. Efectivamente, al momento de operar en la realidad, se mezclan los criterios de la definición con los del fenómeno y, sobre todo, con los de los sujetos que lo experimentan, cuando la verdad es que la definición de la pobreza no abarca la totalidad de sus manifestaciones ni estas la experiencia humana de quienes viven en esta condición. Como ya he señalado, la definición de la pobreza es un recorte analítico orientado por directrices técnicas y políticas que no reflejan la totalidad del fenómeno. No distinguir entre este, su manifestación observable y su experiencia, tiene consecuencias en la construcción de las narrativas dominantes de la pobreza y sus sujetos, una discusión que ha tenido lugar predominantemente en el campo de la sociología y cuyas premisas principales reviso a continuación.
Los sujetos de la pobreza: aportes de la aproximación sociológica
Para la sociología interesada en la pobreza algunos de los dilemas centrados en su definición y cuantificación tienden a esencializarla, es decir, reducirla a expresiones mínimas que se asumen inherentes y naturales. Para esta disciplina, la pobreza constituye, ante todo, una relación social basada en el poder; en la sociología fundacional, la pobreza y la inequidad entre pobres y no pobres son funciones del bienestar social (Durkheim), un desenlace esperado de las relaciones de poder y dominación (Weber) o una consecuencia de la explotación propia del sistema capitalista moderno (Marx).
Algunas reflexiones previas –que se remontan hasta el siglo XVI y a las “leyes de pobres”– colocaban a la pobreza en el espacio de lo moral y justificaban su existencia considerándola el resultado del comportamiento imprudente o moralmente insolvente de quienes la experimentan. Estas ideas hallaron eco a través de los años, hasta encontrar en los años sesenta y setenta del siglo XX un nuevo vigor en la teoría de la cultura de la pobreza, encabezada por el antropólogo Oscar Lewis. Este marco sostiene que la pobreza y su reproducción obedecen al hecho de que “los pobres”, al descubrirse marginados por la sociedad, crean para sí un conjunto de normas, valores y referentes culturales que regulan su comportamiento y orientan sus aspiraciones, diferenciándose de los códigos morales de quienes no experimentan esta condición. Este repertorio cultural sería transmitido de manera intergeneracional, garantizando la herencia de la disposición a la pobreza, caracterizada por la ausencia de voluntad para el trabajo, la tendencia a comportamientos nocivos e incluso violentos, la desintegración y el conflicto familiar y, en general, una propensión a tomar “malas decisiones”.
La idea de que la pobreza es obra de quienes la padecen ha demostrado ser muy resistente y sobrevive con vitalidad en nuestros días, en los que el dispositivo ideológico de la meritocracia distribuye pérdidas y ganancias en función de una idea del esfuerzo personal, frecuentemente omisa ante las desigualdades en el acceso a oportunidades y privilegios, y el deterioro estructural de los espacios e instituciones que solían integrar a las personas a la sociedad y a los beneficios de su protección, como la educación, el mercado laboral y otros ámbitos de participación ciudadana.
Sin embargo, en décadas recientes el estudio sociológico de la pobreza se ha interesado en trascender las explicaciones deterministas culturales y morales, así como la atención exclusiva a sus aspectos materiales. De manera interesante, las raíces de esta nueva orientación crítica se extienden nuevamente hasta el inicio del siglo pasado con el sociólogo alemán Georg Simmel. En su texto “El pobre”, publicado por primera vez en 1908 y considerado la piedra angular de la sociología de la pobreza, Simmel propone que la pobreza no es una condición, un estado o un atributo, sino una categoría social manifiesta en la reacción de la sociedad frente a quienes designa como pobres, reacción que típicamente se expresa a través de la asistencia pública o privada.
Es decir, sociológicamente, lo que hace a la pobreza no es solo la falta de recursos, sino que sea susceptible de recibir socorro por ello. “El pobre” es un problema en la medida en que es menester hacerse cargo de él y solo hasta que recibe asistencia es reconocido como tal. De este modo, la asistencia se convierte en el mecanismo de participación de quienes experimentan la pobreza, pero es claramente una forma de participación distinta, degradada, frente a la de otros ciudadanos. Lo interesante en este mecanismo es que, a diferencia del discurso que coloca a las personas en pobreza en los márgenes de la sociedad, reconoce que, lejos de ser satelitales, “los pobres” –designados así por los “no pobres”, es decir, aquellos con el poder para señalarlos como los otros– forman parte del todo social en el que su papel es, precisamente, mantenerse al margen de ella, en el borde, pero dentro.
En esta dinámica, el papel de la asistencia o el socorro a la pobreza no es solo identificar a quienes serán denominados como pobres, sino asignarles ese rol y condicionar el apoyo a que mantengan el estatus de asistidos, es decir, que no se rebelen contra su condición y no provoquen altercados con el resto de la sociedad. Para decirlo con Simmel: “Esta asistencia entonces se lleva a cabo, voluntariamente o impuesta por la ley, para que el pobre no se convierta en un enemigo activo y dañino de la sociedad, para hacer fructífera su energía disminuida, para impedir la generación de su descendencia.”
Es evidente que esta forma de relacionamiento con la pobreza no parece aspirar a su erradicación, sino a mitigar los riesgos de su persistencia, a desactivar el potencial conflictivo de la maximización de las desigualdades entre pobres y no pobres porque, sociológicamente hablando, la pobreza es, ante todo, una relación social asimétrica en la que el primer recurso que está distribuido inequitativamente es el poder. De nuevo Simmel: “Lo que la asistencia se propone es, justamente, mitigar ciertas manifestaciones extremas de la diferencia social, de modo que aquella estructura pueda seguir descansando sobre esta diferencia.”
Además de la precariedad material y la limitación en el acceso a oportunidades, las relaciones sociales involucradas en la pobreza producen una serie de elementos simbólicos que moldean la interacción cotidiana entre las personas en pobreza y quienes no se encuentran en esa categoría, a través de representaciones, imaginarios, estereotipos o prejuicios presentes en prácticas y discursos, desde el pobre que es pobre porque quiere, hasta el pobrecito pobre. Estas narrativas no solo alimentan los guiones de la vida cotidiana, sino que también permean en la producción de conocimiento sobre la pobreza y en el diseño de las políticas para “aliviarla”, “combatirla” o “erradicarla”, como si fuera una enfermedad, un enemigo de guerra o una forma de ser y estar que pudiera suprimirse haciendo que las personas pasen de un lado a otro de un umbral.
Ideas de pobreza y política social
Teniendo todo lo anterior en cuenta, ¿cómo se ve entonces la pobreza?, ¿cómo aparecen estas discusiones en la manera en que la política social entiende el problema que debe atender?, ¿qué lugar se da a los sujetos en la definición del problema y qué rol juegan en su solución? Pensemos en algunos ejemplos locales recientes.
Durante más de veinte años, la política social se centró en una intervención intersexenal que inició con el Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa), después Programa de Desarrollo Humano Oportunidades y, finalmente, Prospera (pop en conjunto). Como se sabe, el programa se centró en la satisfacción de necesidades básicas que, de acuerdo con su teoría de cambio, permitirían que las personas acumularan el capital humano necesario para mejorar su posición en el mercado laboral, lo que, a su vez, les ayudaría a romper el ciclo intergeneracional de pobreza. Para ello, el programa entregaba becas educativas y transferencias monetarias condicionadas a la asistencia de hijas e hijos a la educación básica y al cumplimiento periódico de revisiones de salud.
Es decir, las familias debían demostrar que merecían el apoyo no solo porque lo necesitaban, sino porque estaban dispuestas a trabajar por él.
De acuerdo con estas premisas, la pobreza es una condición derivada de la falta de capacidades, habilidades o conocimientos necesarios para participar en la sociedad de una manera eficiente, es decir, cubriendo necesidades esenciales y aspirando a la movilidad social. Por otra parte, la entrega de apoyos monetarios para adquirir satisfactores básicos confirma la importancia que se otorga al consumo y al mercado como vías de participación ciudadana. Finalmente, al aplicarse de manera idéntica en cualquier contexto, el programa sugiere que los individuos funcionan de manera semejante e independiente a las características y los vínculos de sus comunidades.
Si bien existe un abultado acervo de estudios y evaluaciones sobre los efectos positivos del programa en la educación, la salud, la alimentación y las trayectorias laborales de sus afiliados –en especial de los más jóvenes–, lo cierto es que la pobreza no se redujo de manera significativa y estable, en parte porque el mercado laboral, el puerto de llegada de las apuestas del capital humano, no ha sido capaz de crear trabajo decente y suficiente para una población con un bono demográfico histórico, más escolarizado y en condiciones de salud relativamente mejores.
En 2013 surgió la Cruzada Nacional Contra el Hambre (CNCH), una estrategia intersectorial e interinstitucional que inició como un esfuerzo por reducir la inseguridad alimentaria –equiparada descuidadamente con el hambre, para los fines de la intervención–. La definición de la población potencial se trazó en la intersección entre la pobreza extrema y la carencia por acceso a la alimentación, ambas medidas por Coneval. Esta doble condición, que podría considerarse demasiado exigente, tenía la intención de llegar a la población más necesitada con un conjunto de intervenciones muy variadas, entre la asistencia y los proyectos productivos. El objetivo de la estrategia, centrado en una idea vaga de desarrollo, era demasiado amplio y difuso, y el número de acciones e instituciones involucradas aumentó de tal manera que dificultó extraordinariamente la coordinación. La estrategia fue cancelada unos años después sin ningún impacto evidente.
Más allá de su desorden, un rasgo singular de la CNCH era el peso que daba a la reducción de las carencias que forman parte de la medición multidimensional de la pobreza. Sus intervenciones e instrumentos de monitoreo estaban centrados en los indicadores y umbrales de la metodología, aceptando sus definiciones independientemente del diagnóstico y la dinámica del problema in situ. Así, por practicidad o conveniencia política, la estrategia “confundió” la pobreza con su medición, lo que le permitiría mostrar resultados de una manera visible y avalada técnicamente.
En el sexenio actual, aunque la narrativa oficial prioriza la atención a la población en pobreza –a la que se refiere genéricamente como “los pobres”, en un gesto contradictorio de verticalidad y distanciamiento–, la naturaleza de sus intervenciones no se diferencia mucho del enfoque asistencial de la política social previa. Las transferencias monetarias –ahora pulverizadas en varios programas tras la desaparición del pop en el primer año del sexenio– siguen siendo la estrategia visible, aunque con algunos cambios, como la eliminación de la condicionalidad y de intermediarios donde los hubiera. Aunque los montos de algunos programas son mayores, las coberturas han disminuido y alterado la composición de su distribución, incorporando recientemente a hogares urbanos y en deciles de ingreso superiores.
Algunos de estos cambios podrían ser positivos. El retiro de la condicionalidad y la inclusión de sectores que tradicionalmente no son considerados en la política social puede apuntalar una visión de derechos y ciudadanía. Sin embargo, la entrega de recursos monetarios ocurre a la par del desmantelamiento de servicios, programas e instituciones que contribuían a la satisfacción de necesidades básicas y requerían ser replanteados y fortalecidos, no eliminados. Era en esos espacios donde debía ganarse la garantía del derecho, no en el mercado y la familia. Reconocer discursivamente los derechos sin dotar al aparato estatal de recursos para concretarlos exacerba la vulnerabilidad de los grupos más rezagados, pues son ellos precisamente quienes más hacen uso de las instituciones públicas y sus servicios. Así, aunque se habla de la importancia de “integrar” a la población en pobreza a la sociedad –como si no lo estuviera–, en lo sustantivo no se alteran los arreglos estructurales de la participación ciudadana.
Comentarios finales: ¿hacia la post-pobreza?
Todo está a discusión. Vivimos tiempos incendiarios en los que asumir una postura se siente como venderle barata el alma al diablo. Para muchos, la respuesta ha sido refugiarse en la técnica, en el soporte de evidencia que insistimos en creer total e irrefutable. En el caso de la pobreza y sus sujetos, centrar la definición de sus necesidades y privaciones en criterios técnicos ha sido de mucha ayuda para organizar una respuesta institucional, pero ha tenido el costo de cosificarla, convertirla en un objeto pretendidamente puro y controlable, a pesar de que no hay evidencia de que nunca lo hayamos logrado. ¿Será momento de preguntarnos en serio por qué?
Responder a esta pregunta pasa, irremediablemente, por una mirada política que reconozca las relaciones de poder entre lo que una definición incorpora y lo que excluye, entre lo que hace observable y lo que oculta. A decir de Juan Pablo Pérez Sáinz, más allá de sus bondades, una de las consecuencias de la sofisticación técnica alrededor de la discusión sobre la pobreza ha sido desactivarla políticamente, despojarla de su naturaleza y potencial para el conflicto. En la estrategia del “pobre asistido”, del beneficiario (SIC), parece haber una apuesta por su control, por la administración de su inconformidad y de su distancia respecto a los otros. Tanto los argumentos que la estigmatizan por ser el resultado de un comportamiento desviado, como los que la despojan de agencia al proyectar una visión miserabilista de un “pobre” completamente deshabilitado por la estructura social, alimentan el imaginario del “otro” distinto, necesitado.
No es así o, como he intentado decir, al menos no es todo lo que es.
Paloma Villagomez Ornelases socióloga y profesora investigadora visitante del Centro de Investigación y Docencia Económicas, Región Centro (CIDE-RC), Mexico. Los puntos de vista expresados no necesariamente son los de EnergiesNet.com.
Nota del Editor: Este artículo fue originalmente publicado en Letras Libres 1 de febrero, 2022. Reproducimos el mismo en beneficio de los lectores. Petroleumworld en Español no se hace responsable por los juicios de valor emitidos por sus colaboradores y columnistas de opinión y análisis.
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EnergiesNet.com 16 02 2022