Por Emily Anthes
La Reserva de la Biosfera del mar Negro, en la costa meridional de Ucrania, es un santuario para las aves migratorias. Más de 120.000 aves pasan el invierno revoloteando por sus costas y una colorida variedad de especies raras (el águila de cola blanca, la serreta mediana y la cigüeñuela común, solo por nombrar algunas) anidan entre sus aguas y humedales protegidos.
La reserva también alberga la rata topo de arena, en peligro de extinción, el delfín mular del mar Negro, flores exóticas, innumerables moluscos, decenas de especies de peces y, en las últimas semanas, un ejército invasor.
“El territorio de la reserva está ocupado por las tropas rusas”, escribió en un correo electrónico Oleksandr Krasnolutskyi, viceministro de Protección del Medioambiente y Recursos Naturales de Ucrania, el mes pasado. “En este momento no tenemos información sobre las pérdidas medioambientales”.
Pero la actividad militar en la zona provocó incendios tan grandes como para ser vistos desde el espacio, lo que generó preocupación por la destrucción de hábitats cruciales para la cría de aves.
“Vemos lo que está ocurriendo en Ucrania”, dijo Thor Hanson, biólogo conservacionista independiente y experto en cómo las guerras afectan el medioambiente. “Y nos sentimos conmocionados y horrorizados por el costo humano, en primer lugar, pero también por lo que está sucediendo con el medioambiente en ese país”.
Desde que las fuerzas rusas invadieron Ucrania en febrero, la atención del mundo se ha centrado en las ciudades donde se han producido intensos bombardeos. Pero Ucrania, que está en una zona de transición ecológica, también alberga vibrantes humedales y bosques y una extensa franja de estepa virgen. Los soldados rusos ya entraron, o realizaron operaciones militares, en más de un tercio de las áreas naturales protegidas del país. “Sus ecosistemas y especies se han vuelto vulnerables”, dijo Krasnolutskyi.
Los informes desde Ucrania y las investigaciones sobre conflictos armados pasados sugieren que el efecto ecológico del conflicto podría ser profundo. Las guerras destruyen hábitats, matan a la fauna, generan contaminación y rehacen los ecosistemas por completo, con consecuencias que se extienden por décadas.
“El medioambiente es la víctima silenciosa de los conflictos”, afirmó Doug Weir, director de investigación y política del Conflict and Environment Observatory, una organización sin fines de lucro con sede en el Reino Unido.
Hay excepciones. Las guerras pueden hacer que los entornos sean tan peligrosos o inhóspitos para los humanos, o crear tantas barreras para la explotación de los recursos naturales, que los ecosistemas tienen una oportunidad inusual de recuperarse. Es una paradoja que pone de manifiesto la amenaza que la actividad humana supone para el mundo natural en tiempos de guerra y de paz.
“Por lo general, los humanos somos perjudiciales”, dijo Robert Pringle, biólogo de la Universidad de Princeton, “y eso incluye a nuestros conflictos”.
Paisajes marcados
La guerra es un acto de destrucción. Y, según sugieren los estudios, sobre todo afecta a los ecosistemas más importantes del planeta. Entre 1950 y 2000, más del 80 por ciento de los principales conflictos armados del mundo sucedieron en puntos críticos de biodiversidad; es decir, zonas ricas en especies endémicas pero amenazadas, según descubrieron Hanson y sus colegas en un estudio de 2009.
Según Hanson, el mensaje que se desprende es que “si nos preocupamos por la biodiversidad y la conservación en el mundo, tenemos que preocuparnos también por los conflictos y sus patrones”.
Se han realizado pocas investigaciones a gran escala sobre el efecto ecológico de la guerra, pero en un estudio de 2018, los científicos descubrieron que los conflictos armados estaban correlacionados con la disminución de la vida silvestre en las áreas protegidas de África. Los investigadores descubrieron que las poblaciones de fauna silvestre tendían a ser estables en tiempos de paz y a disminuir durante la guerra y, cuanto más frecuentes eran los conflictos, más pronunciados eran los descensos.
En algunos casos, la destrucción del medioambiente es una táctica militar explícita. Durante la guerra de Vietnam, el ejército estadounidense roció con defoliantes extensas franjas de selva para devastar los bosques y privar de protección a las fuerzas enemigas. Y los ejércitos suelen explotar “recursos que se pueden saquear”, como el petróleo y la madera, para financiar sus esfuerzos bélicos, explicó Hanson.
Pero incluso cuando la destrucción ambiental no es deliberada, la guerra puede causar un daño profundo. Los soldados excavan las trincheras, los tanques aplanan la vegetación, las bombas dejan profundas marcas en los paisajes y los explosivos encienden incendios. Además, las armas arrojan gases tóxicos y partículas al aire y filtran metales pesados en el suelo y el agua.
“En muchas zonas de conflicto, las cosas no se limpian”, dijo Weir. “Entonces, cuando analizamos los daños, suelen ser a largo plazo”. En 2011, los científicos informaron que los niveles de plomo y cobre aún estaban elevados en el suelo en ciertas áreas alrededor de Ypres, que fue un gran campo de batalla en Bélgica durante la Primera Guerra Mundial.
La contaminación ambiental es una preocupación especialmente grave en Ucrania. “Se trata de una guerra de alta intensidad en un país con muchos riesgos industriales”, dijo Weir.
En Ucrania, abundan las plantas químicas e instalaciones de almacenamiento, depósitos de petróleo, minas de carbón, líneas de gas y otros complejos industriales que podrían liberar enormes cantidades de contaminación en caso de sufrir daños. Algunas instalaciones ya han sido atacadas.
“Esto podría compararse con usar armas químicas”, dijo Oleksii Vasyliuk, biólogo de Vasylkiv, Ucrania, y cofundador del Grupo Ucraniano de Conservación de la Naturaleza. Los rusos “no trajeron sustancias tóxicas, pero han liberado en el medioambiente las que ya estaban en el territorio nacional”.
Además, está el temor que provoca el uso de energía nuclear. Ucrania tiene 15 reactores nucleares en cuatro centrales; la más grande ya ha sido escenario de combates intensos. “Las acciones militares cerca de las centrales nucleares podrían provocar una contaminación radiactiva a gran escala en vastas zonas no solo de Ucrania, sino también mucho más allá de sus fronteras”, declaró Krasnolutskyi, el viceministro. Los daños en los almacenes de residuos nucleares también podrían producir contaminación en alto grado.
Los científicos conocen muy bien los efectos a largo plazo de la radiación en los animales y los ecosistemas gracias a los estudios realizados en la Zona de Exclusión de Chernóbil en Ucrania, abandonada casi por completo desde la catástrofe de la central nuclear de Chernóbil en 1986.
Las investigaciones realizadas en el lugar revelaron que la radiación no solo causó deformidades en algunos animales, sino que afectó a poblaciones enteras. “Observamos una disminución drástica de la abundancia y una menor diversidad de organismos en las zonas más radiactivas”, señaló Timothy Mousseau, biólogo de la Universidad de Carolina del Sur.
Los expertos afirman que la actividad militar rusa en la zona de exclusión de Chernóbil quizá haya empeorado las condiciones de la zona. Los incendios pueden haber liberado partículas radiactivas captadas por la flora local y conducir vehículos por las zonas más contaminadas posiblemente haya levantado nubes de polvo radiactivo.
La actividad militar también puede haber amenazado la recuperación de la fauna en la zona de exclusión. Como los seres humanos se han mantenido en gran medida alejados, “grandes especies que carecen de un hogar cercano en la región han comenzado a regresar”, dijo Bruce Byers, un consultor ecológico independiente que dirigió evaluaciones de la biodiversidad en Ucrania para la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.
Lobos grises, zorros rojos, perros mapaches, linces y jabalíes residen en la zona de exclusión, al igual que los caballos de Przewalski, en peligro de extinción, que fueron introducidos en la zona hace unas dos décadas.
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Pero la invasión rusa de la zona provocó una enorme perturbación. Según Mousseau, “es probable que todo este ruido y actividad haya alejado a los animales”.
Cascadas ecológicas
Aun así, las investigaciones sugieren que la guerra causa muchos estragos ecológicos más sutiles. “Los impactos ambientales a largo plazo de la guerra se deben más a la agitación social subsecuente”, explicó Kaitlyn Gaynor, ecologista de la Universidad de California en Santa Bárbara.
Las guerras suelen provocar inseguridad económica y alimentaria, lo que lleva a los civiles a depender más de los recursos naturales, como la caza silvestre, para sobrevivir. En ocasiones, también los ejércitos recurren a los animales silvestres para alimentar a sus soldados, o extraen partes valiosas de los animales, como colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte, para financiar sus actividades. Los expertos manifiestan que este aumento de la demanda de animales silvestres suele ir acompañado de un debilitamiento de las protecciones medioambientales o de la aplicación de la ley.
Después de que estalló la guerra civil de Angola en 1975, el país suspendió a las patrullas que controlaban la caza ilegal. Al mismo tiempo, el conflicto aumentó el acceso a las armas automáticas, dijo Franciany Braga-Pereira, una bióloga de la Universidad de Barcelona que estudió los efectos de la guerra. El resultado fue un aumento drástico en la caza que redujo el número de búfalos, antílopes y otras especies.
La caza en tiempos de guerra afecta de manera desproporcionada a los mamíferos grandes, muchos de los cuales juegan roles críticos en la configuración de sus ecosistemas.
Durante la guerra civil de Mozambique, que duró de 1977 a 1992, la densidad de la población de nueve grandes herbívoros —entre los que se encuentran elefantes, cebras, hipopótamos y búfalos— disminuyó más del 90 por ciento en el Parque Nacional de Gorongosa.
Una de las consecuencias de la disminución de esos herbívoros fue que un arbusto muy invasivo se extendió por el paisaje.
Mientras tanto, el colapso de las poblaciones de carnívoros —los leopardos y los licaones desaparecieron del parque— provocó cambios de comportamiento en sus presas. El tímido antílope jeroglífico, que suele habitar en los bosques, empezó a pasar más tiempo en las llanuras abiertas, donde se daba un festín de plantas nuevas, lo que suprimió el crecimiento de la fauna endémica.
La inseguridad alimentaria y la inestabilidad económica pueden amenazar incluso a los animales más abundantes. Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, que provocó el aumento de los índices de pobreza en Rusia, la población de alces, jabalíes y osos pardos disminuyó, según un estudio dirigido por Eugenia Bragina, coordinadora del desarrollo de la capacidad científica en el programa de la Sociedad de Conservación de la Vida Silvestre en el Ártico de Beringia.
Estas especies “distaban de ser vulnerables”, explicó Bragina, quien creció en la Unión Soviética y recuerda que después de la caída del sistema comunista, sus padres no recibieron su sueldo durante meses. Los jabalíes, en particular, eran abundantes, pero entre 1991 y 1995 su población se desplomó alrededor del 50 por ciento. “En Rusia, literalmente, nos comimos a la mitad de ellos. La mitad de la población desapareció”, comentó.
Los hallazgos sugieren que la fauna silvestre podría estar en riesgo en cualquier lugar donde la guerra en Ucrania ocasione inseguridad alimentaria, incluso fuera de las zonas de conflicto activo, según explica Bragina.
Vasyliuk, el biólogo ucraniano, dijo que no había escuchado informes de caza furtiva en las reservas naturales de su país, pero que seguía preocupado por los animales. Manadas de herbívoros, incluidos antílopes saiga en peligro de extinción y caballos de Przewalski, deambulan por la reserva de Askania-Nova, que actualmente está ocupada por las fuerzas rusas, dijo. Muchos de los animales en la reserva, que también incluye un zoológico, requieren alimentación suplementaria por parte de humanos en invierno y principios de primavera, agregó.
Pero es posible que el gobierno no pueda mover fondos o suministros de manera segura a las reservas en las áreas ocupadas, lo que deja a los animales en riesgo de morir de hambre, dijo Vasyliuk. Su grupo de conservación ha estado recaudando dinero para las reservas, incluso pagando a los granjeros locales para que alimenten a los animales en Askania-Nova, dijo.
Algunas de las oficinas administrativas de las reservas ocupadas han sido saqueadas, dijo Vasyliuk, y muchos miembros del personal han sido evacuados. Su organización ha estado trabajando para proporcionar alimentos, agua y medicinas a los trabajadores en las áreas ocupadas y ayudar a los trabajadores desplazados a encontrar vivienda, dijo, y agregó que algunos miembros de su propio grupo de conservación se habían convertido en refugiados.
La guerra también tiene costos de oportunidad, ya que los fondos y las prioridades pasan de la conservación a la supervivencia humana. “Tendemos a centrarnos en lo inmediato: los grandes incendios y las columnas de humo, la infraestructura petrolera dañada”, dijo Weir. “Pero, en realidad, tiende a ser el colapso de la gobernanza ambiental lo que lleva a esta especie de muerte de mil cortes y luego, como era de esperarse, queda este legado duradero”.
Refugio y reconstrucción
A pesar de todo el daño que puede causar la guerra, en casos aislados, los conflictos humanos llegan a brindarle un blindaje a la naturaleza.
El ejemplo más conocido es la Zona Desmilitarizada de Corea, una delgada franja de tierra que sirve de amortiguador entre Corea del Norte y Corea del Sur. En esta zona, no se permite el acceso a los seres humanos, y está protegida por guardias, vallas y minas terrestres. Pero, en ausencia del ser humano, sirve de refugio a una flora y fauna poco comunes, como las grullas de coronilla roja y cuelliblanca, los osos negros asiáticos y, quizá, los tigres siberianos (las minas pueden suponer un peligro para los animales terrestres más grandes).
En algunos casos, la guerra también puede perturbar las industrias extractivas. Durante la Segunda Guerra Mundial, la pesca comercial en el mar del Norte cesó casi por completo debido a la requisición de los barcos pesqueros, las restricciones a sus movimientos y el reclutamiento de pescadores para la guerra. Las poblaciones de muchas especies de peces explotadas comercialmente se recuperaron.
Pero los beneficios suelen ser temporales. En los primeros años de la guerra civil nicaragüense, los bosques de la costa atlántica volvieron a crecer a medida que la gente huía y abandonaba sus granjas. Pero cuando la guerra terminó, los residentes regresaron y la deforestación se reanudó; los científicos descubrieron que durante ese periodo se deforestó casi el doble de tierra de la que se había reforestado durante la primera guerra.
Según los expertos, estos resultados ponen de manifiesto la urgente necesidad de pensar en la conservación del medioambiente tras un conflicto, cuando está en peligro mientras los países intentan reconstruir sus infraestructuras y economías.
Es probable que eso suceda en Ucrania. “Toda la construcción que comenzará después del final de la guerra será con nuestra arena, nuestras rocas, nuestra madera”, dijo Vasyliuk, y es probable que esa actividad tenga un mayor impacto en el medioambiente. “Nuestro papel principal será garantizar, tanto como sea posible, que la restauración de Ucrania no signifique la destrucción de su naturaleza”.
Los responsables de diseñar las políticas pueden usar el periodo posterior al conflicto para fortalecer las protecciones ambientales e incluso incorporar la conservación en el proceso de paz, convirtiendo a los territorios impugnados en reservas naturales. “La degradación ambiental a raíz del conflicto puede causarle más daño a las personas ya vulnerables que confían en tener ambientes saludables para sus medios de vida y su bienestar”, dijo Gaynor.
La restauración es posible. En el Parque Nacional de Gorongosa, en Mozambique, se está llevando a cabo un intenso proyecto de rehabilitación desde la década de 2000. Este proyecto abarca el refuerzo de las patrullas contra la caza furtiva, el desarrollo de una industria de turismo de vida salvaje y los esfuerzos por mejorar la seguridad económica y alimentaria de las comunidades lugareñas.
Ya se reintrodujo a los superdepredadores, como los leopardos y los perros salvajes. Las poblaciones de los grandes herbívoros se están recuperando y “se está retomando el control de las especies de plantas invasoras”, dijo Pringle, quien formó parte de la junta asesora del proyecto. “Diría que Gorongosa es el principal modelo de resiliencia ecológica en el mundo tras un conflicto devastador”, afirmó.
La recuperación todavía no es completa, pero el colapso del parque y la restauración actual muestran cómo se entrelazan el bienestar humano y el ecológico.
“Cuando a las personas les va bien, es cuando tienes las mejores oportunidades para asegurar un futuro para la biodiversidad”, dijo Pringle. “Y cuando las personas están sufriendo y luchando, creo que es cuando las cosas tienden a desmoronarse”.
Ali Kinsella colaboró con la traducción al inglés.
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Emily Anthes es reportera de The New York Times; se enfoca en ciencia y salud y cubre temas como la pandemia de coronavirus, las vacunas, las pruebas para el virus y el covid en niños. Los puntos de vista expresados no necesariamente son los de EnergiesNet.com.
Nota del Editor: Este artículo fue originalmente publicado en The New York Times, el 15 de abril del 2022. Reproducimos el mismo en beneficio de los lectores. EnergiesNet.com no se hace responsable por los juicios de valor emitidos por sus colaboradores y columnistas de opinión y análisis.
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EnergiesNet.com 18 04 2022